La trayectoria paisajística
La geografía, que se instituye en el último siglo como ciencia positiva, ha tratado en conjunto el paisaje como objeto: la forma exterior de las cosas que pueblan la extensión. Incluso cuando lo trataba superficialmente, era en el marco de la alternativa moderna: o bien la realidad objetiva, o bien las representaciones subjetivas. Sólo a partir del ensayo precursor de Eric Dardel, L’homme et la Terre, publicado en 1952, la geografía, al comenzar a abrirse a la fenomenología, empezó a dudar de este paradigma inquebrantable. La solución no está alcanzada aún. Aunque se denomine ciencia humana, la geografía está todavía verdaderamente lejos de haber aceptado la idea de que los medios humanos, en consecuencia los paisajes que los revelan, son de otro orden de realidad que aquellos de los que se ocupan el geofísico (el planeta) y el ecólogo (la biosfera).
Ahora bien, los medios humanos, y por consiguiente los paisajes, no se refieren solamente al planeta, ni sólo a la biosfera; se refieren a la ecumene, que es la relación de la humanidad con la extensión terrestre. Ciertamente, la ecumene supone la biosfera, la cual a su turno supone el planeta; pero no se reduce a ella, porque supone también de entrada la subjetividad del ser humano.
El primero en haber planteado claramente esta distinción esencial entre medio humano y medio ambiente físico (o ecológico) no es un geógrado, sino un filósofo japonés: Watsuji Tetsurô, en una obra aparecida en 1935, Fûdo (el medio humano). Watsuji se inspiraba en Heidegger, pero le reprochaba el haber subestimado la dimensión espacial y social de la existencia humana. A partir de esta crítica, él definió la noción de fûdosei, lo que he traducido por mediación y que nosotros interpretamos aquí como el sentido de la relación de una sociedad con su medio ambiente. Es una noción muy próxima a la que Dardel nombró geograficidad una veintena de años más tarde. Dardel ignoraba las tesis de Watsuji, pero él también fue influido directamente por Heidegger.
En esta perspectiva, el estudio de la ecumene implica una aproximación hermenéutica. En efecto, decir que una mediación marca a la ecumene, no es otra cosa que definir a ésta como la relación dotada del sentido del habitar humano sobre la Tierra. En esta relación, el paisaje expresa una cierta mediación, la cual será propia de ciertos medios, pero no de otros, portadores de otro sentido. En un movimiento de apertura se instaura la ecumene, a partir de la biosfera y del planeta, que no son más que sus materias primas. Y en esta trayectoria – este despliegue contingente de la ecumene entre los dos polos teóricos del sujeto y del objeto – aparece la noción de paisaje, primero en China en el siglo IV, luego en Europa en el Renacimiento.
Por el contrario, si se considera al paisaje sólo una realidad objetiva, la geografía positiva está condenada de este modo a no captar en éste lo esencial: su ecosimbolismo. En cambio, sobre esto mismo trata lo que yo llamo la mesología, o punto de vista de la mediación, en las huellas de la fenomenología y de las epistemologías constructivistas. Desde este punto de vista, el paisaje muestra a la vez signos de lo físico y de lo fenoménico, de lo ecológico y de lo simbólico. Esto no se da en una simple yuxtaposición de lo subjetivo y lo objetivo, sino a modo de trayectoria, es decir, más allá de la alternativa moderna del sujeto y el objeto.
Ya se trate o no de una civilización paisajística (es decir, que posee la noción de paisaje y lo representa como tal verbalmente, literariamente, pictóricamente, florísticamente), todos los pueblos habitan la Tierra según una cierta mediación. Ellos se apropian de un territorio y se apropian allí, en una relación de trayectoria de coinstitución; a saber, una cierta territorialidad. Esto es lo que construye a los países, así como esto funda a las sociedades.
En esta relación de trayectoria, el medio ambiente es percibido según los términos propios de cada mediación: por ejemplo, el del paisaje, que determina la nuestra desde el Renacimiento. Determinación quiere decir aquí que, desde el Renacimiento, percibimos nuestro medio ambiente forzosamente como paisaje.
Como todas las cosas del medio ambiente, la realidad de un objeto no es ni solamente física (u objetiva), ni solamente mental (o subjetiva); es de trayectoria.
Se trata aquí de una cosa totalmente diferente a una proyección unívoca de las representaciones mentales sobre el medio ambiente físico, es decir, que vaya solamente del sujeto hacia el objeto, y no se trata tampoco de datos que irían, a la inversa, pero de manera totalmente unívoca también, del objeto hacia el sujeto. En nuestra relación con el mundo, la percepción se mueve sin cesar entre el sujeto y el objeto.
Esta trayectoria evoluciona en espiral, porque tanto el sujeto como el objeto cambian igualmente, respectivamente, según una lógica intrínseca a ellos mismos, lo que induce la contingencia esencial del en-tanto-que donde éstos se encuentran. El medio ambiente puede cambiar por razones puramente físicas (por ejemplo, la erupción del Vesubio en 1979), y la mirada del sujeto por razones puramente humanas (por ejemplo, delante de un mismo lago, la del poeta después de la muerte del ser amado).
En el dominio de la historia, esta contingencia puede engendrar cambios notables en la relación de la sociedad con su medio ambiente, y correlativamente cambios significativos de mediación. Tal es, por ejemplo, el caso de la exurbanización contemporánea, que, en nuestro país ve al hábitat humano apretarse cada vez más en una búsqueda indefinida de la naturaleza. Las sociedades, efectivamente, ordenan su medio ambiente en función de la percepción que ellas tienen de éste y, recíprocamente, ellas lo perciben en función del ordenamiento que ellas hacen.
La trayectoria aparece entonces como el movimiento reversible (¡cíclico, pero no circular!) del modelado del mundo, en la apropiación recíproca de un pueblo y de un país, de la humanidad y de la Tierra.