Justicia espacial
Los actos que ejecutamos en el espacio geográfico no dejan de afectar jamás la vida de otros, ya sea complicándola, ya sea mejorándola. Cualquiera sea la escala de apreciación, estas interacciones inducen responsabilidades sociales y, por este hecho, pueden ser objeto de juicios morales de parte de los que las constatan. La justicia espacial designa entonces toda situación en la cual las formas de organización del espacio perceptibles por un evaluador permiten generar relaciones sociales que él mismo estima conformes a su propia concepción de la moral. Se emparenta por lo tanto con un conjunto de modelos normativos en cuyos términos la realidad geográfica se torna significante desde el punto de vista ético, desembocando en la formulación de juicios de aprobación o de rechazo. Al especificar lo real en términos de lo que debería ser, la justicia espacial autoriza a pensar el espacio desde el punto de vista geoético, y a encarar la geografía como un saber de carácter moral y político, comprometido en el debate de ideas. La dimensión espacial de la justicia involucra problemáticas muy diversas: la composición interna de los lugares, la distancia que los separa, los vínculos y las interfaces que los conectan, es decir, el conjunto de parámetros que contribuyen a la estructuración de los sistemas espaciales. Las relaciones entre los centros* y sus « periferias » entran de este modo en la composición de la justicia espacial, así como las condiciones sociales de apropiación de los recursos localizados, las relaciones escalares de poder o la articulación de las identidades y las jerarquías territoriales. Toda forma geográfica puede ser leída de este modo a través del prisma de la justicia espacial.
Esto no responde sin embargo a ningún esquema absoluto. Las formas que la justicia es susceptible de tomar dependen de parámetros variados que incluyen no sólo la naturaleza de las normas morales reconocidas como fundadoras de la justicia, sino también el marco geográfico en el interior del cual se supone que ésta se enriquece. Según las situaciones geográficas, un mismo sistema de normas morales puede conferir a la justicia espacial aires muy diferentes. En la hipótesis de que la justicia consistiría en proporcionar iguales derechos al conjunto de habitantes de territorios distintos, puede ocurrir que una misma distribución espacial se vincule ya sea con un estado de justicia, ya a la inversa. En algunos casos, en efecto, un sembrado regular de equipamientos puntuales podrá ser considerado como favorable para la uniformización de los derechos en materia de acceso, principalmente si se trata de permitir a una población repartida en forma homogénea, en el seno de la cual los habitantes tienen necesidades iguales de acceder a ese equipamiento en condiciones equitativas. Si ese no es el caso, es decir, si el servicio en cuestión se dirige prioritariamente a una cierta categoría de habitantes desigualmente repartidos en el espacio, una distribución homogénea terminaría en desigualdades de acceso asimilables a una situación de injusticia: algunos equipamientos estarían saturados y ofrecerían condiciones de recepción insuficientes, mientras que otros funcionarían como sub-régimen. En consecuencia, la justicia espacial no se vincula con ninguna configuración predefinida, independiente de las particularidades geográficas de las sociedades en las cuales se supone que toma forma.
Tampoco la justicia espacial es asimilable a un funcionamiento natural o mecánico. Para ser efectiva, la justicia requiere de habitantes que consientan esfuerzos para anudar relaciones responsables en el interior del espacio. La justicia espacial tiene que ver por lo tanto con la intencionalidad de los actores. Muy frecuentemente exige sin embargo más que una simple individualización de la responsabilidad. No es raro, en efecto, que una estructura social llegue a diseñar formas geográficas incompatibles con la concepción que los habitantes involucrados puedan tener de la justicia. En su obra Sociedad, Espacio y justicia (1981), Alain Reynaud puso de este modo en evidencia la existencia de “clases socioespaciales” en las relaciones frecuentemente desiguales. Dichas relaciones jerárquicas entre centros y periferias más o menos integradas exigen, según él, la ubicación de dispositivos de “justicia socioespacial” definidos como tantos “medios utilizados por el poder público para atenuar las desigualdades entre clases socioespaciales”.
Esta lucha contra las injusticias eventuales ligadas a la autoorganización espacial de las sociedades pasa entonces por una puesta del espacio geográfico en el orden político. Esto supone principalmente la creación de autoridades políticas cuya soberanía es espacialmente legítima. A partir de esta matriz institucional el poder puede definir reglas de justicia territorial, implícitas o transcritas en el derecho (constitución, leyes, decretos, etc.) y poner en marcha políticas gubernamentales de mejora de la realidad geográfica. De un modo general, las políticas de justicia espacial toman dos formas complementarias: la reglamentación del uso social de los recursos espaciales y la intervención directa del poder gubernamental en la organización del espacio social, en medio de medidas de equipamiento y de distribución favorables al desarrollo de relaciones justas. Estas dos modalidades están visiblemente en el origen de las políticas denominadas “de ordenamiento de los territorios”. En el transcurso de la historia, las concepciones de la justicia no han cesado de metamorfosearse, cada una definiendo el espacio ideal a partir de criterios teóricos diferenciados.
La justicia espacial puesta a prueba por la pluralidad. En la mayoría de las democracias liberales, las controversias recurrentes a las cuales se libran los mediadores del debate público, los periodistas de opinión, los responsables institucionales, los expertos administrativos, los militantes, los activistas, pero igualmente los científicos y los intelectuales comprometidos, atestiguan el carácter volátil y frecuentemente inasible de la noción de justicia espacial. En todos los lugares donde está asociada a la vida democrática, la justicia no puede ser aprehendida sin la posibilidad de mantener discusiones abiertas y contradictorias (Sen, 2010). Desde hace unos cuarenta años, al elegir adoptar una perspectiva neomarxista, el geógrafo David Harvey contesta por ejemplo a la idea defendida por John Rawls acerca de una justicia fundada en la equidad, acusada de descuidar la dominación resultante de las relaciones espaciales de producción (1973). Por su lado, el filósofo neoliberal Friedrich Hayek condenó de modo inapelable la “dimensión espacial de la ‘justicia social’” de Rawls, sospechada de legitimar la violación del derecho a la propiedad y de conducir a la ineficacia burocrática (1976, p. 106).
En el campo académico, la noción de “justicia espacial” se ha convertido desde hace algunos años en el nuevo término de la geografía crítica y radical de inspiración marxista. Las reflexiones teóricas de Henri Lefebvre y David Harvey son movilizadas de este modo para denunciar los efectos de las políticas neoliberales sobre la organización espacial de las ciudades (Merrifield, 1994, Gervais-Lambony, 2009). La invocación de la “justicia espacial” sirve entonces tanto para fundar una marcha científica, como para desarrollar un discurso crítico y programático sobre el “derecho a la ciudad”. La visión normativa que se desprende de estos llamados en favor de una concepción radical de la justicia espacial conduce frecuentemente a una condena en bloque del liberalismo. Otros autores se apoyan, por el contrario, en la diversidad de las corrientes del pensamiento liberal para analizar la articulación entre justicia, desarrollo y equidad en el espacio (Smith, 1994, Bret, 2009), confiriendo a la discusión teórica una dimensión eminentemente pluralista.
Arnaud Brennetot