Litoral

Definir el litoral representa un ejercicio de estilo: existen tantas definiciones como autores, desde las que da la Academia hasta las definiciones proporcionadas por los geógrafos mismos. Está bastante claro que todo depende de hecho del uso que se desee hacer de ese mismo litoral. Se puede intentar, en este pequeño juego… Para el diccionario Robert, bajo la rúbrica «geografía», el litoral es «lo que pertenece, que es relativo a la zona de contacto entre la tierra y el mar» y, si retomamos una definición de Emmanuel De Martonne, que no deja de tener interés epistemológico, se precisa que «el dominio de las formas litorales no es solamente la línea ideal que separa, sobre el atlas y las cartas a pequeña escala, la tierra firme del mar. Sobre el terreno, se advierte claramente que el dominio litoral comprende todo lo que, ya sea debajo, ya sea sobre el nivel medio de las aguas, está sometido a la acción de las fuerzas responsables del trazado de la costa y de sus cambios… La línea de la costa está determinada por el relieve particular de la zona litoral». El interés es que, además del hecho de que en De Martonne, según la buena lógica de la época, la geografía física era ante todo la de las formas de relieve, el especialista utiliza las nociones de zona y de dominio, las cuales tienden a ampliar el campo de la definición.
Se puede también definir el litoral según la perspectiva del Derecho: se trata de una definición que podría condicionar todos los usos que se hacen del término. En Francia, en la ley del 3 de enero de 1986, el litoral es «una entidad geográfica»: no es sin duda la definición más aclaradora, y todo el contencioso que desde 1986 acompaña a la ley litoral se debe en gran medida a los límites del juego de las definiciones. No es entonces en la precisión semántica donde deberá buscarse la seguridad. Hay sin embargo otras formas de definir el litoral. Se propondrá hacerlo como sigue, según una lógica que remite tanto a la naturaleza como a las prácticas sociales.
El litoral de la naturaleza hace referencia ante todo a las formas originales. Las formas de ablación (costas rocosas, costas acantiladas) están ligadas al ataque del mar a las formaciones geológicas. Las condiciones estructurales son determinantes para explicar la evolución desde la denudación de las alteridades que nacen de la descomposición de las rocas cristalinas hasta los acantilados tallados en la roca sana y más o menos resistente. Además, la resistencia de la roca determina la velocidad de retroceso de la costa. Las formas de acumulación son múltiples (playas y dunas, pantanos y ciénagas…). Surgen de la transformación, por el mar, de los sedimentos que aportan los ríos, de los materiales arrancados a la costa, y finalmente de los que remontan las marejadas desde los «pequeños» fondos de la plataforma continental. Estas formas deben ser aprehendidas en la actualidad a través de la noción muy fecunda de presupuesto sedimentario… Se inscriben en un espacio y no en una alineación que no tiene casi sentido: el espacio es el de la solidaridad de los elementos que se deben comprender como en evolución en el seno de un sistema. La costa baja que es arenosa o rocosa (plataforma de abrasión marina, plataforma de erosión) es solidaria con las playas o los acantilados: no se puede juzgar más que en el conjunto y, en una cierta manera, la definición del Dominio Público Marítimo no hace más que constatar estas cosas. Estas formas constituyen la armadura de un paisaje que se viste de vegetación gracias a la influencia del mar cruzada con la zonalidad de los climas. Su producto es una zonificación biogeográfica adaptada muy finamente a las tensiones naturales y, en las latitudes medias en particular, la secuencia que va de las plantas halonitrófilas cercanas a la playa hasta los robles verdes de las partes más alejadas del mar es el ejemplo mejor logrado para los litorales de dunas. Del mismo modo, la existencia de los manglares en regiones tropicales es un testimonio del particular papel del ambiente marítimo (ciénagas, mareas, corrientes). Este ecotono litoral es, finalmente, un lugar de vida, marcado por una especificidad biológica que encarnan, por ejemplo, los pájaros, cuya enfeudación a los medios es más o menos marcada. Los migradores encarnan, entonces, en la escala planetaria, la aproximación necesariamente planetaria que debe existir de la zona costera.
El litoral de ecumene no es más que la consecuencia de la atracción de los litorales, que han fijado una fracción importante de la población del mundo. Se caracteriza por formas de ocupación del espacio que traducen en gran parte lógicas de explotación y, en esto, ninguna función está proscrita. Algunas proceden de la explotación de los recursos del mar: la pesca y los cultivos marinos son la expresión más perfecta, y los puertos la inscripción espacial de la actividad. La producción de sal en el pasado, así como la existencia de polders, derivan igualmente de la misma lógica: las marismas marítimas pueden ser puestas en valor para uno u otro destino; la sal porque al agua le hace falta concentrar la salinidad a través de la red de los canales que, al disminuir el espesor del chorro de agua, permiten la concentración economizada por evaporación; la agricultura porque, además de la riqueza orgánica de los limos, el depósito de éstos puede ser acelerado por obras progresivamente implantadas. El genio humano crea estas formas de explotación: es a la vez inteligencia de los medios y de su dinámica, y facultades de adaptación permanente a las tensiones. La existencia de puertos de comercio pronto completados con el arsenal de las fábricas de transformación de las materias primas importadas deriva de una lógica un poco diferente: el costo de las rupturas de carga funda la investigación de los emplazamientos de los cuales se extrae el máximo en términos de rentabilidad económica. El puerto se inscribe entonces en un límite estricto a pequeña escala (la del atlas), pero flexible porque, por adaptación, el corazón de los puertos se desplaza, especialmente en los estuarios, hacia los espacios más rentables del momento. De este modo se explica el desarrollo de las zonas industriales-portuarias desde hace unos cuarenta años, y la globalización de los intercambios no hace más que acelerar el fenómeno. Con los puertos, la línea costera gana en formas de ocupación, pero este aspecto del desarrollo es incomparablemente más considerable con respecto al fenómeno turístico, que ha invadido literalmente los litorales en el transcurso del siglo XX. De una ocupación puntual, se ha pasado a una ocupación de decenas de kilómetros de línea costera, con todas las consecuencias que esto acarrea…
El litoral es también un espacio regido por el derecho. Se puede, en este caso, hablar de un litoral de institución. Este fenómeno ha ganado forzosamente en amplitud y en complejidad con el atractivo creciente ejercido por los litorales. En su origen, el derecho del litoral procede de la voluntad de los soberanos de controlar un espacio estratégico: en Roma, la ribera del mar era considerada como «res publicae in uso publico». En Francia, a partir de fines del siglo XV, y a medida que se afirma una monarquía cada vez más centralizada en lucha contra el feudalismo, el derecho tiende a construirse a favor del soberano. Una ordenanza del 10 de marzo de 1544 integra oficialmente las riberas del mar en el dominio de la corona y el edicto de Moulins (Molinos) de febrero de 1566 confirma el carácter inalienable de este dominio. Sin embargo, la Ordenanza sobre la Marina de agosto de 1681, preparada por los legistas que rodean a Colbert, fija las reglas que fundarán de ahora en adelante lo que la Revolución aprobará como Dominio Público Marítimo, que define la ribera del mar de la manera siguiente: «será reputado borde y ribera del mar todo lo que éste cubre y descubre durante las lunas nuevas y llenas y hasta donde la gran flota de marzo puede extenderse sobre las playas arenosas». No es cuestión de la marea lo que evita considerar al Mediterráneo en forma particular; es cuestión del borde y de la costa, de suerte que el legista distingue uno de la otra, dando al borde el sentido de una línea, y a la costa el sentido de una franja. En uno y otro caso, se trata de permitir a la vez las intervenciones del Estado en materia de lucha contra las aguas, y el régimen de la concesión en el dominio público marítimo, que permite no sólo el desarrollo del cultivo de ostras, sino también la instalación de establecimientos temporarios en las playas. El derecho no hace dinámica a la geografía, pero indica solamente lo que la sociedad (de hecho, los que la dirigen) piensa que debe hacer en un momento dado. Desde entonces, en un «Estado de derecho», el litoral se encuentra encorsetado por espacios estrictamente delimitados, que pueden corresponder a lógicas funcionales, esto es hacia qué tendría un derecho demasiado ajustado a la permanencia de las cosas, ignorando así la gran movilidad del litoral, a la vez tanto por el hecho de las tensiones de la naturaleza, como por el de las dinámicas económicas. El hecho de que, desde hace una treintena de años, los textos se hayan multiplicado, se debe tanto a la presión creciente ejercida sobre este «espacio físicamente limitado, ecológicamente frágil, cada vez más codiciado por los utilizadores frecuentemente competitivos» (Instrucción del 4 de agosto de 1976 que concierne a la protección y el ordenamiento del litoral), como a la complejidad de respuestas, que no son más que la adaptación permanente de la naturaleza y de la sociedad en su desarrollo. Desde planes de ocupación de los suelos hasta zonificaciones diversas y en diferentes escalas, el litoral se encuentra progresivamente en una nueva concepción de la gestión.
De este modo, la palabra litoral es, ineludiblemente, difícil de definir de manera precisa, tal como un diccionario entendería hacerlo. El concepto es rico por el hecho de la situación de interfase, de los límites y las discontinuidades introducidos, de las mezclas posibles; es el lugar de los contactos y de los intercambios, y es en este caso uno de los lugares más afectados por los procesos contemporáneos de la globalización. De una manera más práctica, se tiende también a sustituirlo, en los textos al menos, por la noción de zona costera, criticable ciertamente si se la concibe a través del prisma de una zonalidad de tipo climático, pero cuán fructífera si se hace de ella un espacio donde la competencia es tan intensa entre los hombres, que el derecho no alcanza más para controlar los conflictos de uso. Se da paso así a un espacio de concertación permanente donde, con el derecho, pero sin preocuparse únicamente, se trata de conciliar hoy a la vez la protección, la puesta en valor del ordenamiento del litoral.