Naturaleza y cultura
Las relaciones entre los conceptos de naturaleza y cultura conocieron, en el siglo veinte, profundas transformaciones, incluso cuestionamientos o cambios de valor, que son bastante representativos del estado general del pensamiento contemporáneo.
I.1. Tradicionalmente, en efecto («tradicionalmente» remite a la época que precede a las transformaciones del pensamiento, en el dominio de la física, pero también de la antropología, ocurridas desde los primeros años del siglo veinte), las relaciones entre la naturaleza y la cultura se han caracterizado por la diferencia, o aun, la oposición, entre estos dos conceptos.
En un primer nivel, lo que caracteriza tradicionalmente a la cultura y la distingue de la naturaleza es el artificio, la costumbre, la convención. La cultura es una institución humana, y como tal corresponde al ejercicio de una voluntad, o, al menos, a un conjunto de intenciones de sentido: la cultura es un mundo donde se despliegan reglas y valores. Éstos, sin embargo, son relativos al accionar humano, y son, por así decirlo, víctimas de su inconstancia: la cultura es también el mundo de la diversidad de creencias, de la inconstancia de las pasiones, o incluso de la contradicción de las decisiones humanas. Por el contrario, la naturaleza se presenta como una realidad caracterizada por la permanencia, la estabilidad, la regularidad. El retorno de las estaciones y de las floraciones, la constancia de las formas de lo viviente, pero también del mundo material, hacen de la naturaleza, por así decirlo, el testimonio de la sustancialidad del ser: que las cosas tengan una naturaleza significa que poseen una suerte de solidez en la cual el ser humano puede hacer capital de sus acciones y sus empresas. La naturaleza encubre una suerte de verdad que habría que descubrir. La ciencia, de una manera general, tiene por objeto esta sustancia subyacente. La geografía, que se precia de ser una ciencia, se plantea también la cuestión de la realidad de las divisiones del espacio en la superficie de la tierra, y hace la distinción (y esto al menos hasta el siglo diecinueve) entre las divisiones naturales del espacio y las divisiones fundadas sobre las lenguas, las formas de gobierno, las costumbres y las creencias. Si la geografía se apoya sobre la naturaleza durante largo tiempo, esto no se debe, contrariamente a lo que una cierta historiografía deja creer, por amor al determinismo sin moderación, sino porque reivindica una suerte de legitimidad científica.
En un segundo nivel, naturaleza y cultura han sido distinguidas desde el punto de vista de la libertad de la acción. Lo natural es, ante todo, lo espontáneo, lo instintivo, lo irreflexivo, o sea, la ausencia de la puesta en marcha del pensamiento deliberativo, del juicio, de la reflexión, que caracterizan por el contrario el despliegue de la acción libre, es decir, voluntaria. Ser libre es actuar en función de una deliberación y una representación previas, ahora bien, el animal o el niño, por ejemplo (estos seres que no han sido cultivados), no hacen más que reaccionar a las solicitudes de su entorno. Lo natural es, en consecuencia, como continuación de lo que se acaba de decir, igualmente el obstáculo, lo determinado: el ser natural se comporta en función y bajo la dependencia de causas que le son exteriores y que se aplican a él de tal suerte que no puede escapar a eso, o bien que le dejan poco espacio para reaccionar. La naturaleza se piensa entonces como el despliegue de un mecanismo riguroso. Por el contrario, como lo señala Rousseau, la libertad y la cultura se caracterizan por el poder que posee el ser humano de escapar a las reglas que él se ha dado para sí mismo, de rechazarlas, o de inventar nuevas. Artificio aún, pero en el sentido positivo de la invención de nuevas formas de existencia, que no pueden ser deducidas de la naturaleza y de su orden determinado. Se podría concluir que esta parte de la geografía que rechaza todo determinismo natural es, como las otras ciencias humanas, una ciencia de la libertad, o al menos, que es por principio una ciencia de la cultura.
I.2. A decir verdad, el marco teórico que acaba de ser esbozado a grandes rasgos es menos rígido que lo que parece. Varias fórmulas o situaciones de transición que conciernen igualmente a la geografía pueden evocarse al respecto.
Por un lado, ciertamente, tanto para Rousseau como para otros autores, la naturaleza, o más exactamente lo natural, han podido ser considerados como normas o ideas éticas. Lo natural, en esta perspectiva moral, es lo verdadero, lo auténtico, inclusive lo sano, y todo lo que se desvía de esto, en los pensamientos y en las actitudes, es presentado como una degradación o una degeneración. El reciclado de basuras domésticas, las carreras en la montaña y los productos «biológicos» son portadores de ideas para la conducta humana. La naturaleza es, en este sentido, una norma de la cultura.
En una perspectiva opuesta, la cultura ha podido ser pensada como la finalidad y el porvenir de la naturaleza. La naturaleza es concebida, en este caso, como un conjunto de recursos materiales y como una reserva de energías, que se caracterizan ante todo por su indeterminación. Es necesario comprender entonces la cultura como una actividad: ésta consiste en emplear esos recursos y esas energías, y así darles una determinación, es decir, una significación. La naturaleza está cultivada, es decir, a la vez trabajada y puesta en forma, tanto en el hombre como alrededor de él. La educación, la agricultura, la técnica en general, son diferentes ejemplos de este «modelado» de la naturaleza por la cultura.
Pero es precisamente en el ser humano, en definitiva, donde las relaciones entre naturaleza y cultura están marcadas por una ambigüedad constitutiva. Como escribe Merleau-Ponty, es imposible «superponer en el hombre una primera capa de comportamientos que se denominarían «naturales» y un mundo cultural o espiritual fabricado. Todo está fabricado y todo es natural en el hombre, …, en el sentido de que no hay una palabra, ni una conducta que no deba cualquier cosa al ser simplemente biológico, y que al mismo tiempo no se sustraiga a la simplicidad de la vida animal, no desvíe de su sentido a las conductas vitales, por una suerte de escape y por un genio de lo equívoco que podrían servir para definir al hombre». En el dominio específico de la geografía, la noción misma de medio geográfico, cualesquiera que sean los avatares que esta noción hubiera podido conocer (de Vidal de la Blache a Berque), pero también la del paisaje, permiten tomar a su cargo esta ambigüedad, constitutiva de lo humano.
II. Hasta el presente, sin embargo, la naturaleza era pensada como primera, cronológica y ontológicamente con respecto a la cultura, cualesquiera que fueran las formas tomadas por sus relaciones. La cultura venía luego de la naturaleza, que era, por así decirlo, el marco. Esta configuración intelectual, esta precedencia, está hoy en vías de cambiar. Se tomarán tres ejemplos.
II.1. Hasta la primera mitad del siglo veinte se mantuvo la idea de que la naturaleza física constituía una realidad objetiva a describir y a explicar, realidad exterior al hombre y frente a la cual el ser humano estaba ubicado, por así decirlo, intentando adoptar una mirada científica y objetiva. Los descubrimientos y las teorías de la física cuántica replantearon profundamente esta creencia. Heisenberg, en un texto célebre, extrajo consecuencias generales de uno de los aspectos mayores de la mecánica cuántica, la cual condujo a replantear el realismo usual de la física clásica: cuando se aplica un aparato de medida a un sistema cuántico, cuando, más precisamente, se quiere medir con la ayuda de un aparato el comportamiento de una partícula, hay interacción, es decir, transferencia de energía entre el aparato de medida y el sistema cuántico medido y entonces modificación irreversible e imprevisible del comportamiento de la partícula. No es posible, por ejemplo, determinar al mismo tiempo la localización de una partícula en el espacio-tiempo y su cuántum de energía. Esta perturbación del objeto medido por el aparato de medida es generalmente descuidada en la descripción de los fenómenos macroscópicos (los de la vida cotidiana). Pero no puede serlo en el nivel microscópico: lo cual quiere decir que la definición del fenómeno natural depende estrechamente tanto de las condiciones iniciales como de la teoría de la medida utilizada. La consecuencia que Heisenberg extrae de esto es rigurosa: lo que los físicos alcanzan, cuando trabajan en la escala microscópica, lo que ellos conocen, no es el fenómeno natural en sí mismo e independiente del observador, sino que es el efecto de la interacción entre el acto técnico y cognitivo del hombre y una realidad que no se puede alcanzar de manera directa. El objeto físico o natural, en esta escala, no puede ser descrito concretamente. No es más que un esquema mental. En 1927, en la conferencia de Como, Niels Bohr dirá lo siguiente: «no hay un mundo cuántico. Hay sólo una descripción cuántica abstracta». Y agrega: «es erróneo pensar que el objeto de la física sea descubrir cómo está hecha la naturaleza. La física se refiere a lo que nosotros podemos decir sobre la naturaleza». La ciencia, concluye por su parte Heisenberg, «no es más que un eslabón de la cadena infinita de los diálogos entre el hombre y la naturaleza, y no puede hablar más simplemente de una «naturaleza en sí misma». Las ciencias de la naturaleza presuponen siempre al hombre…». Concluimos: la naturaleza presupone siempre la cultura, que constituye aquí el marco de análisis y de interpretación.
II.2. Segundo ejemplo: la noción de medio ambiente natural. La ecología es la señal de un cambio fundamental en las relaciones prácticas del hombre y la naturaleza. Hay un nuevo sentido ético de estas relaciones. Este nuevo sentido ético está constituido por la dimensión planetaria, global e irreversible, y por ello radical, de los riesgos ocasionados por la naturaleza. Esta ruptura en la escala del riesgo (de lo local a lo global) permite formular, de manera directa, y tal vez abrupta, el problema. Se asiste a una modificación radical de las condiciones de la acción humana en el mundo: por primera vez en la historia de la humanidad, como lo dice Paul Ricoeur, «ésta es capaz de acciones cuyos efectos peligrosos son de naturaleza cósmica». Al mismo tiempo, la significación, ética y ontológica, de las relaciones entre el hombre y la naturaleza se modifica de un modo muy profundo, incluso se invierte: la naturaleza, de la cual se podía pensar hasta entonces que ofrecía un conjunto de condiciones estables para el despliegue de la historia humana, algo así como un abrigo bajo el cual el drama humano podía desempeñarse, se halla, de ahora en adelante, a la inversa, «sometida al cuidado del hombre», al cual se le atribuye una responsabilidad nueva. Insistimos sobre este punto: la naturaleza, y, para expresarlo mejor, la condición natural (condición natural de la existencia desnuda), que hasta ese momento era pensable sobre el modo de la necesidad, de lo sustancial, es globalmente vulnerable, como una condición eminentemente frágil, para preservarla como tal, para conservarla para ella misma. Lo que se impone es el sentimiento del carácter perecedero de las condiciones naturales de la existencia, y es el problema de la puesta en peligro de lo humano en tanto que viviente. Pero más allá de esto, este sentimiento de precariedad conduce a una nueva interrogación ética, que es la de la posibilidad, en el futuro, de un mundo habitable por el hombre, es decir, de la cultura.
II.3. La antropología (tercer ejemplo) ha sancionado, por así decirlo, esta inversión de sentido en las relaciones hombre/naturaleza sobre el plano de la ciencia. Se habla hoy en día, sin paradoja, de una antropología de la naturaleza. Esta antropología se precia de ser no dualista: rechaza la alternativa del naturalismo y del culturalismo, el corte en naturaleza y cultura, que señala como un prejuicio cultural occidental. «Muchas sociedades denominadas primitivas, escribe Philippe Descola, nos invitan a tal superación; ellas, que jamás soñaron que las fronteras de la humanidad se detendrían en las puertas de la especie humana; ellas, que no vacilan en invitar en el concierto de su vida social a las más modestas plantas, a los animales más insignificantes». De este modo, de ahora en adelante habría que pensar la naturaleza y los seres que la componen como funciones de la cultura, e integrar en los objetos de la antropología, en los costados del ser humano, «toda esta colectividad de existentes ligada a él y durante largo tiempo relegada en una función de entorno».
Estos tres ejemplos nos lo indican: la cuestión de las relaciones entre naturaleza y cultura no es más hoy en día, parece, la del acuerdo o del desacuerdo entre dos mundos territorialmente distintos. Sería más bien la de la delimitación y de la articulación, en el seno mismo de la cultura, de lo que puede ser designado, pensado, vivido, como «la naturaleza».