Territorialidad
Cuando aparece el término “territorialidad” en la escritura y el lenguaje, tardíamente (1852), reviste esencialmente una significación jurídica y etológica (diccionario A. Rey). La territorialidad define entonces aquello que se desprende “de un territorio considerado políticamente” (Littré). De este modo, se ha podido hablar de territorialidad de las leyes para decir que todos los habitantes de un mismo territorio tienen obligación de respetarlas, con el riesgo de afrontar la violencia legal del poder institucional. De jurídico y político, el término pasó a ser geográfico, para designar la relación evolutiva y cambiante y por ende temporal-, a la vez existencial, afectiva, ciudadana, económica y cultural, que un individuo o un colectivo construye con el/los territorio/s del/de cual/es se apropia, concretamente y/o simbólicamente. Durante mucho tiempo, los geógrafos solo conservaron una definición colectiva, propia de una comunidad o de un grupo social, de este término. En la actualidad, en razón de una mayor consideración de los individuos y los actores en geografía, la territorialidad se refiere frecuentemente a una experiencia personal del espacio (Dardel, 1952; Tuan, 1977; Ley y Samuels, 1978; Sack, 1980; Frémont, 1988; Bailly y Scariati, 1990; Gregory, 1994). En consecuencia, tanto el sujeto como el grupo obtienen a partir de él sentimientos y argumentos que forjan su identidad.
Compleja, la territorialidad aparece, en las representaciones y en el imaginario de cada uno, como una suerte de estratos cognitivos, más o menos compartidos por los protagonistas de un mismo espacio social. A propósito de esto, Claude Raffestin (1980) habla de la “multidimensionalidad de lo vivido territorial por parte de los miembros de una colectividad, por las sociedades en general”. Esta acepción reviste dos méritos. Primero, el de arrancar la territorialidad del estrecho confinamiento de espacios en el seno de los cuales evolucionarían los miembros de un colectivo social identitario. Ella les confiere, por el contrario, un alcance geográfico muy amplio dirigido al individuo, a menudo muy fragmentado o disperso. Luego, se separa del modelo de un imperativo territorial, es decir, de una defensa bestial de un territorio apropiado, suerte de conservación visceral de un área de recursos vitales que excluyen toda participación conjunta (Ardrey, 1966). Lejos de ser puramente instintiva, la territorialidad es en efecto un constructo social absolutamente susceptible de proteger la alteridad.
Claude Raffestin estima igualmente que “la territorialidad define un conjunto de relaciones que se originan en un sistema tridimensional sociedad-espacio-tiempo ”, asegurando su fluidez temporal. Sin descartar esta propuesta, lo considero simplemente como un conjunto de tensiones inscritas en otro triángulo A-B-C (Di Méo, 2014). En esta figura, constantemente deformable y transformable, cada uno de los tres vértices se identifica, desde mi punto de vista, ya sea con los territorios (A y B), ya sea con individuos o con grupos dotados de una capacidad de iniciativa y de un imaginario particulares (C).
(A) agrupa los territorios políticos y administrativos legítimos, encajados o en red, que rigen una parte relevante de las prácticas y movilidades cotidianas de todo individuo y estructuran la esfera simbólica de sus relaciones espaciales. Se trata, en Francia, de la comuna –escuela, municipalidad, servicios de base…-, del cantón, de la intercomunalidad o del distrito –estructura de comarca o de pequeña área urbana, algunas veces también de barrio urbano-, del departamento –escalón mayor de la administración republicana, territorio de encuentro entre flujos políticos top down et bottom up [de arriba hacia abajo, y de abajo hacia arriba]-, de la región –espacio económico, de ordenamiento, de formación, memoria histórica, etc.-. También se trata, por supuesto, del territorio nacional: espacio simbólico dominante, altamente identitario, espacio real del poder, espacio de las principales elecciones económicas y sociales, de una historia común… Más allá de esos niveles nacionales se dibujan los territorios supranacionales institucionalizados de escala europea –Unión Europea, Espacio Euro, Espacio Schengen-, continentales o zonales –Consejo de Europa, OTAN-, mundiales –ONU, etc.-.
(B) involucra a otra categoría de territorios. Son los que resultan de la espacialización de diversos sistemas de acciones. Citemos el área urbana o metropolitana del trabajo, de la producción/consumo. Mencionemos el grupo de vida y de actividades más restringidas –tecnópolis, cluster [grupo de industrias asociadas], distrito productivo, territorio de AOC o de IPG, zona de ejercicio de asociaciones o de influencia de fábricas, etc. Son construcciones geográficas producidas de acuerdo con convenciones sociales más o menos implícitas –grupo de actividades-, o con un contrato social más explícito, más afirmado –tecnópolis o grupo de industrias asociadas, perímetro de AOC-. Los espacios o territorios de acciones generados de esta manera dan testimonio de un funcionamiento sistémico que se nutre de su espacialización (Auriac, 1983). Presentan límites variables, algunas veces estrictos –área de AOC-, otras veces aproximativos –grupo de empleo y de vida-, incluso indecisos –referencia de país o regional-. A escala del individuo, ellos reúnen sin ningún tipo de exclusividad lo esencial de los lugares de residencia, de trabajo, de ocio común, de servicios, de ejercicio de la ciudadanía de base.
Estas entidades (B) que revelan tanto la práctica como el análisis espacial, sólo cubren aproximadamente los territorios políticos (A). Entre (A) y (B) se observan desvíos. Éstos están en el origen de una primera categoría de tensiones (t1). Pero, a su turno, (A) y (B) alimentan solamente en parte las relaciones espaciales más diversificadas, concretas y mentales, imbuidas de imaginación, vividas por cada actor, agente o habitante (C). De pronto se observan dos familias de tensiones suplementarias: (t2) entre (A) y (C), (t3) entre (B) y (C). El individuo (C), en el cuerpo y el espíritu del cual se forja, concretamente, la relación territorial, arbitra esos tres grupos de tensiones. Su vínculo territorial integra representaciones, vivencias, imaginarios propios de la intimidad de su persona que no se vinculan forzosamente con las disposiciones permanentes del orden cotidiano productivo, administrativo y político que emana de (A) y (B) (Debarbieux, 2015). La intensidad de esas tensiones (t2) y (t3) difiere según los individuos y los espacios. Ellas revelan dos niveles de la realidad socioespacial. Por una parte, surge un contexto, el de las cuestiones y las determinaciones colectivas (A y B), es decir, el polo de las contingencias donde coincide la acción individual y colectiva situada. Por otra parte, el tejido de las motivaciones, representaciones y estrategias individuales (C), o sea, la singularidad de cada uno. Ésta, aunque resulte de una génesis social, incluso de un efecto de lugar o de territorio, acuerda un amplio lugar a la autonomía, a la competencia del individuo. Finalmente, el comportamiento de cada una y de cada uno, en la sociedad y en el espacio, obedece a esos dos órdenes de influencias, a esas dos energías.
Este abanico de tensiones (t1)-(t2)-(t3), en el seno del triángulo (A-B-C), se puede denominar territorialidad. Ella organiza y articula las escalas de los territorios y las redes que frecuenta y/o que se representa cada individuo. Revela la manera como cada uno teje su relación con los espacios que practica, que se representa y con los cuales se identifica. Ahora bien, para un área geográfica o un conjunto de lugares dado, el número de individuos muestra una cierta mímesis, una relativa similitud de comportamientos y estructuras de itinerarios de desplazamientos. En consecuencia, la territorialidad expresa, en más de un aspecto, el paso del sujeto humano a sus colectivos sociales de referencia, tanto en términos de prácticas e identificación de lugares, como de representaciones de sus relaciones en el espacio geográfico.
Esta teorización de la territorialidad plantea un debate (Di Méo, 2014). Se la puede proponer en la perspectiva del advenimiento de un tercer paradigma de la geografía –después del paradigma vertical de las relaciones hombre-medio y el paradigma horizontal de la dinámica de las formas del espacio. Se trata del paradigma transversal y holístico que agrega a los dos primeros la toma en consideración del universo de las representaciones y los imaginarios, para comprender plenamente la verdadera naturaleza del espacio humano y social.
En suma, la pareja territorio/territorialidad constituye un complejo geográfico estructurante de la sociedad que lo produce. Por complejo geográfico estructurante es necesario entender una combinación socioespacial en el seno de la cual el espacio territorializado interviene en tanto que sustancia y en tanto que modalidad de la acción humana. La teoría de la estructuración (Giddens, 1987) describe de qué modo una determinada acción produce objetos (territorios) y relaciones (territorialidades) geográficas a través de individuos competentes y reflexivos, autónomos y sin embargo socialmente normados, que evolucionan en espacios-tiempos específicos: acción y actores que experimentan a su turno el efecto estructurante de esas formas dinámicas del espacio y de las tensiones que ellas ejercen sobre sus prácticas y sus representaciones.
Guy Di Méo