Continente
Continente deriva del latín continere, que significa “tener conjuntamente”, o de la expresión continens terra, las “tierras continuas”. Este término designa de este modo una vasta extensión continua de tierra rodeada de masas oceánicas, en la superficie del globo. En una segunda aproximación, la palabra continente se utiliza también, principalmente por parte de las poblaciones insulares, como sinónimo de tierra firme. En este caso, se distinguen las islas de los archipiélagos cuyo espaciamiento marítimo con la masa continental crea una discontinuidad invirtiendo la relación tierra/mar.
De esta doble acepción se desprenden a la vez incertidumbres sobre la clasificación de la «Tierra» en varios continentes y una discordancia entre la aproximación geográfica y los fundamentos geológicos de esta noción.
En la atribución de los territorios a los diferentes conjuntos continentales, se considera habitualmente que las islas pertenecen al continente del cual están más próximas. De este modo, las Canarias, aunque españolas, están relacionadas con el África. Por su sensibilidad, las Islas Británicas se consideran como no continentales, mientras que desde un punto de vista geológico, las Islas Británicas pertenecen evidentemente a Eurasia.
El número y los límites de los continentes han variado y son objeto de múltiples debates en función del origen de los interlocutores y del contexto. La tradición habitual de las enseñanzas de la Geografía subdivide a la Tierra en cinco continentes (África, América, Asia, Europa y Oceanía). Esta clasificación deja de lado al continente antártico, que se extiende sin embargo sobre 12 millones de km², pero sobrevalora a Oceanía con sus decenas de millares de islas (9 millones km²) y a Europa, considerada como una península de un vasto continente euroasiático. En esta elección, la noción de continente está limitada sólo a las tierras habitadas y esta asimilación entre continente y ecumene es la que retiene la bandera olímpica con sus cinco anillos. En este caso se tiende a sustituirla por la idea de “partes del mundo”.
Por la fuerza de su poder evocador, la idea de continente fue igualmente declinada, en el vocabulario geográfico, para crear subdivisiones denominadas cuasicontinentes (India), o por analogía, Estados-continentes (China, Brasil, Rusia, Estados Unidos).
Los conocimientos sobre la formación y el funcionamiento tectónico de las masas continentales y oceánicas tomaron un giro importante a comienzos del siglo XX con la teoría de la “deriva de los continentes”, formulada por A. Wegener. Esta hipótesis del movimiento de los continentes, elaborada a partir de la intuición de un encaje potencial de los contornos de las masas continentales y de la constatación de similitudes geológicas y paleontológicas entre los continentes sudamericano, africano, el Medio Oriente, la India y Australia, reemplazaba a una antigua visión fijista* sobre el origen de los continentes. Apoyándose en los descubrimientos geofísicos de su época, Wegener consideraba a los continentes como grandes masas de materiales ligeros y ácidos, donde dominan el sílice y el aluminio (el “sial”) flotando sobre una capa más básica y más densa, compuesta principalmente de sílice y magnesio (el “sima”). Su hipótesis fue suplantada desde los años 1970 por una teoría completa del funcionamiento de la corteza terrestre, la tectónica de placas. Los continentes sólo serían una parte de grandes placas a la vez oceánicas y continentales, cuyo material se renueva en el fondo de amplias grietas situadas en el centro de los océanos, se separa progresivamente a uno y otro lado de estas fisuras, se comprime y vuelve a quedar en profundidad bajo las grandes cadenas de montañas.
El límite geológico entre los continentes y los océanos corresponde a la separación entre los dos tipos de costras que componen las placas litosféricas: la costra continental espesa (20 km), poco densa, constituida por rocas cristalinas y metamórficas ácidas y de sedimentos, y la costra oceánica, poco espesa (7 km), densa, constituida por rocas básicas y ultrabásicas.
Pero el límite topográfico entre los continentes y los océanos está un poco en retroceso respecto del límite geológico, porque la erosión marina, por una parte, y las variaciones del nivel marino por la otra permitieron el avance de las aguas oceánicas sobre el borde continental y la formación de un plano inclinado bajo el mar, entre la costa y alrededor de 180 m de profundidad, denominado meseta continental o plataforma continental, frecuentemente cubierto de sedimentos recientes.
Las interferencias entre definiciones geológicas y representaciones vuelven a aparecer cuando es abordada la cuestión del límite marítimo de los continentes. Para el sentido común el continente se termina en la línea de la costa y más allá comienza ya el mar abierto, ya el “territorio del vacío”, mientras que desde el punto de vista geológico las profundidades abisales se sitúan alejándose de la costa con la terminación de la meseta continental. Esta meseta -impropiamente llamada continental puesto que está sumergida bajo el mar- es una superficie en pendiente suave (inferior a 1%). Puede extenderse hasta 500 km de ancho (Argentina) o ser inexistente (costas chilenas). Su relativamente débil profundidad le confiere un interés estratégico y económico, puesto que encierra lo esencial de los recursos pesqueros del planeta.
El límite aparente de la costa está sujeto a variaciones notables en la escala de los tiempos geológicos. Una media docena de variaciones eustáticas se han producido desde el Cretáceo y el aspecto actual de nuestras costas, o del interior próximo, fue profundamente marcado por los últimos cambios del nivel marino ligados a la transgresión flandriana.