Gueto
La definición misma de la palabra gueto está cargada de ambigüedades, puesto que abarca varias significaciones que han evolucionado en direcciones incontroladas: un significado asociado a la historia de la deportación de los judíos en el siglo XVI por la Serenísima de Venecia, una significación geográfica, la de barrio cerrado, un significado sociológico que apunta a rendir cuenta de la marginación de un grupo social, una significación política ligada al ostracismo afirmado por el poder dominante contra una categoría de población, y finalmente un significado simbólico relativo al estigma que pesaría sobre un territorio dado y sus habitantes. Por extensiones sucesivas, la palabra gueto remite a una categoría conceptual susceptible de aplicarse no sólo a todo «territorio» enclavado, sino también a toda población que tiende a replegarse sobre sí misma y a vivir según sus reglas internas. Evidentemente, el concepto, operativamente mal determinado desde el punto de vista de su extensión, se conserva muy intuitivo en su intención. Su empleo está destinado a provocar, a producir reacción. En relación con los afectos, el término encierra el objeto designado en representaciones peligrosas por las connotaciones flotantes y peyorativas a las cuales se refiere. Si se atiende dramáticamente a la puesta en escena, la palabra gueto se pone en evidencia particularmente a propósito de los “suburbios” sensibles, condicionados por los juicios realizados desde el exterior. Varias encuestas hechas a alumnos de escuela media y estudiantes universitarios subrayan que el concepto está asociado primero a imágenes de fractura y de destrucción, en especial las del gueto de Varsovia aniquilado por los nazis en 1943, o las de los guetos negros estadounidenses de los años 1960. De hecho, el calificativo de gueto aplicado a los barrios populares franceses impide ver la variedad de apropiaciones del espacio, la multiplicidad de modos de vida y las formas diversas de adaptación que allí se desarrollan. Dicho calificativo no sólo pone en evidencia los prejuicios de la opinión, sino que también contribuye a reforzarlos, retomados regularmente por los medios masivos de comunicación y el mundo político. Como analista de lo social, el discurso sobre el gueto aplicado a los suburbios franceses revela una crisis mucho más vasta, la que afecta a la gestión urbana y la ética de solidaridad.
El término gueto o ghetto (derivado de la palabra veneciana gettare, que significa fundir) aparece en 1516, aunque formas variadas de separación residencial han existido mucho antes en las ciudades de la Edad Media y de la Antigüedad. Designa en la época el emplazamiento del viejo gueto (ghetto veccio) que había sido asignado a las fundiciones públicas de Venecia antes de su abandono. Precisamente, en un contexto de temor alimentado por predicadores fanáticos, bajo la amenaza conjunta de los turcos y los germánicos, el Consejo de Venecia publica el 29 de marzo de 1516 el decreto que avalaría el cierre del gueto: “Los judíos habitarán todos agrupados en el conjunto de la casa situada en gueto cerca de San Girolarno; y, con el fin de que no circulen toda la noche, decretamos que del lado del viejo gueto […] se colocarán dos puertas, las cuales serán abiertas al amanecer y cerradas a medianoche por cuatro guardias contratados a tal efecto y adiestrados por los mismos judíos al precio que nuestro colega estimará conveniente.” Los judíos viven esta relegación en forma ambivalente. Por una parte, se sienten forzados y discriminados. Por otra parte, ven realizarse una de sus reivindicaciones, la de tener un barrio protegido. Para muchos de ellos, en esta ciudad de Venecia que nació del refugio, el gueto aparecía entonces como el refugio en el refugio. Constituía, de hecho, un enclave dotado de un estatuto de extraterritorialidad y de una amplia autonomía interna. En resumen, se pueden retener cinco criterios para definir este gueto histórico: el enclave territorial, la tensión, la especificidad religiosa, la microsociedad y el estigma. Estos rasgos particulares son transferidos a menudo erróneamente a los sectores sensibles pasando precipitadamente de las tensiones del pasado a las realidades de hoy en día. Estos barrios contemporáneos no son guetos: están más marcados por la dependencia que por la autonomía, por la multiplicidad de orígenes y la dispersión de los hogares que por la homogeneidad, por la debilidad de la estratificación social que por la jerarquía dinámica de las profesiones. En este sentido coexisten aún dos concepciones: la del simple barrio especializado reivindicado por su carácter protector –ampliamente descrito por la Escuela de Chicago a principios del siglo veinte-, y la del territorio paroxístico de la exclusión social, que conduce a una estrategia del mismo orden que la que rechaza a los tontos, luego a los pobres en los siglos XVII y XVIII.
Lo que se observa cuando se miden muy precisamente los procesos segregativos («segregación») no es tanto la voluntad de los hogares precarios de agregarse, como las estrategias de huida o de elusión de otros hogares. No existe un agrupamiento elegido por parte de los más pobres, sino simplemente situaciones sufridas que resultan mecánicamente de las decisiones de los que tienen la posibilidad de elegir. Y evidentemente los niños que provienen de las familias más modestas y escolarizadas son los que sufren prioritariamente los efectos devastadores en los establecimientos de su sector geográfico. De este modo, la expansión más radical de los guetos no se efectúa ni en las márgenes, ni por debajo: moviliza primero a las capas sociales más desahogadas, en particular los cuadros privados cuyos objetivos principales son proteger a sus niños y fortalecer su posición financiera. En suma, la concentración de la pobreza, confundida algunas veces con la concentración de poblaciones de origen extranjero, se efectúa por defecto. No es el resultado de cualquier voluntad de agrupamiento. Las desigualdades de contexto y los procesos de elusión están en el centro del debate. ¿Cómo asombrarse entonces de que la política de la ciudad que tiende a frenar la segregación más visible no obtenga los resultados esperados? Centrada sobre el territorio y los hogares empobrecidos, no llega a identificar claramente las competencias escondidas de la exclusión que son las más decisivas. La exigencia de la mezcla social, puesta de relieve desde la ley de orientación para la ciudad de 1991 (denominada inicialmente ley antigueto) y retomada por la ley SRU (Solidaridad y Renovación Urbana) de diciembre de 2000 y la ley de programación para la ciudad y la renovación urbana de agosto de 2003, no funciona verdaderamente porque está fundada en la hipótesis de que las interacciones de vecindad tienen una influencia mayor sobre el lazo social y la recalificación del barrio. Debate crucial y ampliamente vano que parece permanecer, aún hoy, en el centro de las medidas que tienden a la renovación urbana y a la cohesión social.
Ver también: «comunidades cerradas»
Hervé Vieillard-Baron