Capital
Comúnmente, la capital se define como una ciudad caracterizada por la presencia de la sede de la administración y el gobierno de un Estado. Únicas y de gran importancia política y simbólica en la escala de sus territorios nacionales, las capitales no dominan forzosamente las grandes redes urbanas mundiales, y ven cada vez más cuestionado su papel, así como el de los Estados que ellas representan. Sin embargo, las capitales no han sido jamás tan numerosas como actualmente, por el hecho de la multiplicación del número de Estados desde 1945, y continúan siendo esencialmente los lugares del poder y de las tomas de decisiones, comprendidos éstos en el plano económico. De este modo ellas son igualmente, a pesar de la extrema diversidad de su forma, objetos geográficos con caracteres específicos.
Etimológicamente, la palabra “capital” designa la ciudad a la “cabeza” (la forma francesa [y también la castellana] proviene del latín caput) de un «territorio». En otras lenguas, la capital es una deformación de la expresión “ciudad principal”, como en el alemán Hauptstadt. La acepción francesa da una gran importancia al vínculo de un Estado con el gobierno, distinguiendo la capital del “chef-lieu” [NT: asimilable a “ciudad cabecera” en español], que alude al punto desde el cual se administra o representa cualquier tipo de territorio, incluso los más insignificantes en el plano político, como el cantón, por ejemplo. Si las capitales han sido frecuentemente objeto de monografías, su carácter de capital, por su parte, como una categoría o concepto, ha sido rara vez cuestionado. Los diccionarios de geografía, cuando evocan, se atienen a artículos cortos construidos sobre tipologías. Sólo algunos textos teóricos abordan, en la época contemporánea, la temática de las capitales (Kirsch, 2005; Djament-Tran, 2005; Laporte, 2011; Vidal, 2002), favoreciendo a menudo una aproximación geohistórica.
Las capitales abarcan formas extremadamente diversas, en particular porque a diferencia de otros objetos urbanos, ni su tamaño, ni su morfología, ni el balance de sus funciones entran en su definición. Los caracteres indispensables en la capital de Estado son cuatro. La capital tiene un reglamento único en el territorio; su existencia es indispensable para un territorio; tiene una forma urbana; mantiene un lazo simbólico con el Estado.
En las lógicas de localización de las capitales se oponen dos grandes tendencias que vinculan necesidad de una buena accesibilidad y capacidad de control del territorio. La primera tiende a favorecer los “«espacios centrales»” con el riesgo de que algunas capitales actuales llevan la marca de antiguas centralidades (Berlín, Moscú, Washington D.C.). Otras capitales resaltan un papel de interfaz entre el exterior del país y el resto del territorio, en particular bajo la forma de grandes puertos (Bangkok, Buenos Aires, Copenhague, Dakar, Londres).
Las capitales forman parte de la historia del Estado que administran. Desde un punto de vista geohistórico, sólo se pueden considerar las capitales modernas en el marco de un Estado westphalien [de Westfalia], encargado de una administración mínima y de un poder que se impone en un territorio. Las ciudades constituidas más antiguamente como capitales fueron a menudo las primeras en ser la sede de un poder sedentario (y nunca una etapa en un recorrido itinerante); después, en la época moderna, de instituciones de nivel nacional (parlamentos, ministerios) y de la formación de una diplomacia instalada en embajadas. La capital se convierte igualmente, en la Europa del siglo XVIII, en un objeto urbano que el poder nacional tiende a modelar para promoverse por medio de la construcción de palacios, monumentos nacionales, grandes avenidas que dibujan majestuosas perspectivas.
En la actualidad, las capitales de Estado no dominan forzosamente las redes urbanas, porque ser la sede del poder nacional no es el único agente de la «metropolización». La capital constituye un evidente polo de decisión -comprendido aquí el dominio económico- y contribuye a la influencia internacional de la aglomeración. Esta no es sin embargo la única condición. Ciudades como Nueva York, Shanghai, San Pablo o Milán en Europa se afirman como metrópolis de primera importancia sin tener no obstante el rango de capital. En un sistema de ciudades cada vez más marcado por la mundialización, es decir, con lógicas de orden ante todo económico que se liberan de los límites y de la influencia de los Estados, el rango de capital parece desempeñar un papel cada vez menos importante en el espacio. La “capital” no es por lo tanto ni sinónimo de “metrópoli”, ni de “ciudad global”. En numerosos Estados, la capital no es la ciudad más grande. La función de sede del poder político puede tener una gran plasticidad entre Estados muy centralizados o con un funcionamiento por el contrario federal o desconcentrado. La importancia de la capital en el aparato mismo del Estado es también variable. Frecuentemente, la capital abriga la gran mayoría de las instituciones nacionales, pero sucede que su estatuto se limita a su dimensión simbólica. Existen Estados donde la capital no es sede ni del Parlamento, ni de los ministerios, como Amsterdam, en Holanda. Las capitales, incluso las de tamaño modesto, tienen tendencia a reunir a una población holgada y a contribuir a hacer prosperar su región. Se caracterizan por una concentración más fuerte de funciones muy particulares, cuyas repercusiones en términos de empleos inducidos o indirectos (y a menudo bien remunerados) son frecuentemente sustanciales, pero difíciles de medir. Además de la función política, se nota la importancia del personal que trabaja en la administración, en la diplomacia y en los medios masivos de comunicación, incluso en el turismo o el comercio de lujo. La influencia de esos sectores puede evidentemente variar mucho según la importancia de la ciudad en la red urbana nacional y según el poder del Estado anfitrión, que determinará el número de diplomáticos, de periodistas, de personalidades que circularán. No obstante, el rango de capital de Estado produce regiones en general ricas. En la Unión Europea, el Land de Berlín es la única región-capital donde el PIB por habitante es inferior al de la media nacional.
Según los Estados, las «representaciones» de la capital pueden variar ampliamente. En Francia, París se opone a la “provincia” (en singular como si formara un mismo todo) o a lo que es “en región” (¡como si Ile-de-France no fuera una región!), es decir, a los espacios presentados como una periferia. En Suiza o en Alemania (sobre todo cuando Bonn era capital de la República Federal Alemana), no es raro construir un oxymoron y atribuir el adjetivo “provincial” a la sede del gobierno. En Estados Unidos, como en los países que han tomado a Washington D.C. como modelo de capital (Australia, Brasil, Canadá, Pakistán), una capital pequeña en una ciudad privada de toda otra función que no sean la política y administrativa es percibida como una garantía de funcionamiento federal y democrático del Estado.
En todos los casos, la capital asume una dimensión simbólica que la distingue de otras ciudades del país. Su nombre reemplaza a veces al Estado y su gobierno, como en la expresión “Washington reaccionó sobre tal informe…”. Sucede lo mismo con la bandera o el himno nacional, verdaderos atributos del Estado y de su identidad. Encarna una historia no solamente local, sino también nacional, se engalana con una arquitectura que busca reflejar el poder del país o la tonalidad política del régimen de turno. La monumentalidad de la capital puede a la vez revelarse discreta como en el caso de Bonn, en la R.F.A. de posguerra, o por el contrario englobar la ciudad entera en formas masivas como lo muestra la construcción de Brasilia en los años 1960 o más recientemente Astana y Naypyidaw.
Esta dimensión sensible de las capitales de Estado explica igualmente los mecanismos que entran en ejecución durante sus desplazamientos. Estos últimos pueden estar motivados por cambios territoriales que atañen a la integridad del Estado, pero también surgen a menudo a continuación de grandes rupturas políticas, o en momentos de fuerte afirmación de la unidad nacional (como en Rusia después de 1917, o en otro contexto muy distinto, en el momento de la reunificación alemana de 1990). Cuando la decisión de desplazar una capital ha pasado por un Parlamento o por un debate público (Estados Unidos en 1790, Roma en la década de 1860, Brasil en los años 1950, Japón en la década de 1980, Alemania en 1991), la vivacidad de los debates y los argumentos utilizados están a menudo imbuidos de una carga afectiva muy grande, porque el lugar que acoge al centro del poder concentra simbólicamente una gran parte de la carga emocional ligada a la construcción de la nación o el Estado. Los momentos de desplazamiento de la capital ocurren frecuentemente durante épocas marcadas por muy francas rupturas políticas o territoriales, en el curso de las cuales justamente la austeridad del Estado, su relación con la historia, la integridad de su territorio y sus perspectivas entran en juego. Los desplazamientos motivados por procesos más urbanos, ligados a catástrofes (como después del sismo de Lisboa de 1755) o vinculados a la congestión urbana como en Japón o en Corea, permanecen en el estado de proyectos.
Por extensión, el término capital puede designar a ciudades que dominan espacios correspondientes a escalas diferentes. Se habla de capitales para Estados federados o para ciertas regiones, aunque tanto en Francia como en otros Estados centralizados, se designan esas capitales de prefecturas. La palabra capital comienza igualmente a ganar las ciudades que albergan sedes de instituciones de nivel supranacional. Bruselas es denominada frecuentemente “capital de Europa”. Se atribuye igualmente el término capital en conexión con la dominación de una ciudad en sectores independientes de la política. De este modo se encuentran expresiones como “capital económica”, “capital cultural” o “capital religiosa”.
Por otra parte, el término capital tiene a menudo un carácter atractivo innegable, y contiene una semántica más amplia y sobre todo mucho más identificable en el lenguaje corriente que “metrópoli”, por ejemplo. Por ello no es de extrañar que sea empleada a menudo con fines de marketing urbano. Como ejemplo, la ciudad de Estocolmo se arrogó con fines promocionales el título de “capital de Escandinavia” desde 2005. La misma lógica de visualización en carteles se desarrolló en ciudades que reciben los títulos de “capital verde” (como Nantes) o de “capital europea de la cultura”.
Antoine Laporte