Indigeneidad
Indigeneidad es un sustantivo formado en el adjetivo indígena cuya etimología proviene del latín inde: de allí, y gen: parir. Así, la noción de indigeneidad caracteriza todo lo que es originario de, o se forma en un lugar dado. Pero más específicamente, y en su uso más común, la indigeneidad es hoy una cualidad reivindicada en distintas partes del mundo por una gran diversidad de pueblos que comparten el hecho de haber experimentado una situación colonial –todavía vigente, bajo lo que se conoce como “colonialismo interno”– y sufrido un importante proceso de usurpación territorial, muchas veces en el surco de la instauración de colonias de poblamiento. Se trata, por ejemplo, de los llamados “indios” de América del Norte y del Sur, de los diferentes grupos aborígenes de Australia, de los maori de Nueva Zelanda, de los kanak de Nueva Caledonia, de los aïnu de Japón o los inuit del Artico.
A esta diversidad geográfica, se suma cierta diversidad terminológica, pues el vocablo indígena puede ser alternativamente sustituido, según el contexto cultural y lingüístico, por los sinónimos autóctono y aborigen. Si bien, en español, el término indígena es indudablemente el más usado, se habla también en ocasiones de “pueblos originarios”, especialmente en Argentina. Su traducción inglesa, indigenous, se usa preferentemente en Estados Unidos donde puede ser reemplazada por la expresión “first nations” que se emplea también en Canadá, tanto en la parte anglófona como francófona, donde es traducida por “premières nations”. En Francia, en tanto, se prefiere la expresión “premiers peuples”, aunque también se habla a veces de “peuples indigènes”, pero sobre todo de “peuples autochtones”. Finalmente, el vocablo aborigen es más característico de Australia, donde es común escuchar hablar de “aboriginal peoples”.
Aunque el término indígena –y sus sinónimos– haya sido históricamente utilizado por los colonizadores para referirse genéricamente a los habitantes de los territorios explorados y / o conquistados, son ahora estos mismos habitantes quienes se lo apropian y hacen de la indigeneidad un recurso a la vez político y territorial. De hecho, las últimas décadas fueron marcadas por la emergencia, a nivel internacional, de importantes movimientos indígenas, cuyos representantes reivindican un derecho a la autodeterminación –con implicancias en el plano lingüístico, pero también en materia de gestión de recursos naturales. Estas movilizaciones han desembocado en la adopción de textos como el Convenio N°169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en 1989, o más recientemente, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007, que establecen y reconocen a estos pueblos una serie de derechos fundamentales como el derecho al «territorio» (Bellier, 2013).
Pues, cabe mencionar que la categoría indígena permite, a quienes se la apropian, destacar su cualidad de “primer habitante”, vale decir su anterioridad respecto de otras poblaciones –a menudo de origen europeo–, y legitimar demandas de tierras que fueron usurpadas a través de la expansión colonial europea y / o de la consolidación de los territorios nacionales. El vínculo a un determinado sustrato territorial es por lo tanto constitutivo e indisociable de la indigeneidad, que también alude a las nociones de ancestralidad y «justicia espacial» (Bellier, 2015).
Considerada generalmente como dominio predilecto de la antropología, la noción de indigeneidad conlleva de esta forma una dimensión espacial que no puede sino llamar la atención del geógrafo. El interés de los geógrafos por los pueblos indígenas se manifestó de hecho tempranamente, ya en el período de los grandes viajes de circunnavegación, en el marco de lo que fue calificado como “geografía de la exploración” (Claval, 2008). Sin embargo, la forma en que los geógrafos abordan la indigeneidad ha cambiado considerablemente en el transcurso del tiempo, siguiendo una evolución comparable a lo sucedido en la disciplina antropológica. Al respecto, cabe precisar que, después de haber desarrollado numerosos trabajos en el campo de la antropología física, los antropólogos fueron centrando su interés en torno a cuestiones –¡inagotables!– de intercambios culturales, mestizaje y recomposiciones identitarias. En tanto, la producción geográfica sobre la indigeneidad, más allá de haberse progresivamente masificado, se estructura ahora, desde una perspectiva poscolonial, en torno a lo que se conoce como “geografías indígenas” (Coombes et al., 2012, 2013 y 2014). Este nuevo campo de investigación constituye entonces el marco en el cual, desde fines de los años 1990, diferentes grupos especiales de trabajo fueron creados, dentro de instancias como el Institute of Australian Geographers (IAG), la Association of American Geographers (AAG), la Canadian Association of Geographers (CAG) y la Unión Geográfica Internacional (UGI).
Pero son indudablemente las reflexiones desarrolladas en el campo de la geografía política las que, en primera instancia, hicieron de la indigeneidad un objeto geográfico. Pues, en el marco de los conflictos territoriales contemporáneos, el espacio constituye una apuesta de poder que se expresa, por ejemplo, en el uso estratégico que los pueblos indígenas hacen de la herramienta cartográfica. El «mapa» que a través de la historia tuvo un papel fundamental en la empresa de conquista, al permitir la apropiación simbólica de los territorios indígenas y de las maneras de representarlos, es hoy desviado de su propósito inicial. Distintos pueblos indígenas realizan ahora sus propios mapas que ponen entonces al servicio de su demanda territorial (Bryan y Wood, 2015).
Pero el derecho indígena al territorio se fundamenta también en la reivindicación de cierta diversidad ontológica y el reconocimiento de «saberes vernaculares» que postulan una relación con el mundo distinta de aquella que, en Occidente, se basa en una división franca entre «naturaleza y cultura» (Blaser, 2014). Notemos, al respecto, que la geografía cultural ofrece a las geografías indígenas valiosos métodos de trabajo y herramientas conceptuales que permiten aprehender concepciones del espacio distintas y singulares. Estos métodos y estas herramientas ayudan además a entender las reconfiguraciones territoriales, múltiples y complejas, ligadas a la evolución de contextos que afectan a los pueblos indígenas. Cabe mencionar, a modo de ejemplo, las dinámicas migratorias que atraviesan gran cantidad de comunidades indígenas desde ya varias décadas. Debido a una presión demográfica cada vez más importante, las tierras indígenas ya no pueden satisfacer las necesidades básicas de sus habitantes, llevándolos por consiguiente a migrar, siendo las grandes urbes regionales su principal destino.
La ciudad, que en los espacios otrora colonizados se había fundado en el rechazo y la antinomia de la indigeneidad, se convierte así y paradójicamente en el nuevo “hábitat” de una importante comunidad de migrantes indígenas. Aun cuando no se puede cuantificar con precisión la proporción de población indígena que reside en el medio urbano, es posible afirmar que los urbanos son –o tienden a ser– mayoritarios dentro de las sociedades indígenas, de tal modo que resulta cada vez más difícil abordar la indigeneidad sin considerar su relación con la ciudad. Si bien la toma en cuenta de las realidades indígenas urbanas parece así cuestionar los fundamentos de la noción de indigeneidad –que toma ahora cuerpo en la formación de identidades diaspóricas–, abre al mismo tiempo a las geografías indígenas un campo de investigación de gran interés (Peters y Andersen, 2013). Junto con reconfigurar las territorialidades contemporáneas, las prácticas individuales y colectivas de la ciudad redefinen la sustancia de los territorios indígenas y la propia indigeneidad.
Bastien Sepúlveda