Paisaje Nivel 2

Definiciones del paisaje
No es simple, lo hemos evocado, no es muy útil sin duda llegar a una formulación única, forzosamente reductible. Se deben sin embargo hacer algunas aclaraciones que pueden ayudar a la reflexión.
El vocablo paisaje aparece en fechas variables y en contextos culturales diferentes. Surge con la existencia de la civilización china desde la dinastía Han (siglos II A.C.-II D.C.); hay testimonios de éste en el siglo IV, con la aparición de tratados de pintura de paisajes. En Europa occidental surge a fines del siglo XV con el «landschop» neerlandés, este «extremo del lugar» que se puede ver por la ventana, la «veduta» abierta en el centro de un cuadro. Alain Roger subraya que el paisaje se constituye, entonces, cuando el marco de la ventana lo separa del lugar que representa. Esta invención pictórica se produce más o menos en el mismo momento en Italia (paesaggio); es diferente de lo que escribe Agustín Berque del paisaje chino, que existe primero en la literatura, antes de su creación en la pintura. En Francia, la primera mención del término data del diccionario francés-latino de Robert Estienne, a propósito del cual se discute incluso para saber si data de 1539 o de 1549; es un «cuadro que representa a un lugar». Sólo después se pasa a «la extensión del lugar sometida a la mirada». El estudio de 33 diccionarios públicos entre 1679 y 1892, en francés, da tres tipos de definiciones: la extensión de lugar que se ve en un solo aspecto, el cuadro que representa un paisaje; ambos son citados en 29 casos sobre 33, y el género pictórico (14 ocurrencias); los sentidos del vocablo están así bien fijados (ver «Breve revisión de textos»).
Junto a estas dos civilizaciones «paisajísticas», muchas otras no lo son. No se encuentran términos equivalentes a «paisaje» en griego ni en latín, las lenguas de África occidental los ignoran y están ausentes en las culturas de la India, entre otras… No obstante, estas sociedades no paisajísticas viven en un medioambiente que ellas sienten, que ellas describen, que ellas representan a veces: frescos neolíticos (6000-8000 A.C.) de Catal Höyük, en Turquía, textos de autores griegos y latinos (Teócrito, Virgilio), narraciones de los peregrinos de Tierra Santa en el siglo XIV, etc… En todos estos casos, lo que podría ser un paisaje está subyacente, pero no se resalta su percepción. Este estatuto prepaisajístico se encuentra en el criterio de ciertos grupos sociales acerca de su espacio, de su «lugar», bueno o malo: no son las imágenes del paisaje las que cuentan y se ven, sino las aptitudes de los territorios. No está excluido que ciertas imprecisiones en el empleo del término no dependan de esta indecisión que concierne a su estatuto. (Ver «de qué paisaje se habla»).
Las definiciones ponen muy frecuentemente el acento sobre la vista como sentido privilegiado en la captación del paisaje: ya se trate de la Montaña Santa Victoria de Cézanne que adorna el escritorio del Presidente de la Universidad, del panorama de la bahía del Monte Saint Michel visto desde el campanario de la Merveille, o de la llanura Saint Denis vista desde el tren R.E.R., nuestro ojo nos llena la mente con el paisaje. Pero los otros sentidos pueden participar también en su aprehensión. Los ruidos del barrio latino y de Neuilly, de Besançon y de Berne (elegidos, por supuesto, en condiciones comparables) dan idea de varios paisajes auditivos: cerrados los ojos y las orejas, se siente cuándo se deja la meseta forestal del Jura, en su frondosidad, para alcanzar las primeras cadenas, donde dominan las resinosas. El tacto y el gusto también tienen un papel, ciertamente menor: el frío sobre la piel del tiempo anticiclónico de invierno en Alsacia o el gusto de las brumas en Nez de Jobourg refuerzan las impresiones paisajísticas.
Un término creado culturalmente, una aprehensión concentrada sobre uno de los cinco sentidos por un objeto cuya utilidad no es aparente para todos, las transferencias, las imprecisiones posibles en su empleo, aquí está lo que hace difícil captar el paisaje y que obliga a desarrollar el sistema de definiciones donde se intentará encerrarlo, no obstante, de un modo no tan cerrado.
La producción del paisaje
El paisaje es un signo, la apariencia visible de los efectos de sistemas de fuerzas en acción. En cada punto del espacio geográfico se encuentran efectivamente combinaciones muy variadas de objetos que son los productos de esas fuerzas. Estos objetos, dispuestos diversamente unos en relación con los otros, se ofrecen en imágenes a la percepción de eventuales espectadores.
El sistema, productor de los objetos y por consiguiente de las imágenes, puede descomponerse en tres subsistemas en función del origen de las fuerzas que allí se ejercen. La caja abiótica agrupa todas las fuerzas que actúan en el aire, en el agua, sobre y en la tierra, y que crean las pendientes y las llanuras, los lagos y las playas, el cielo azul y las nubes, etc.; la geomorfología, la climatología, la hidrología, las estudian.
La caja antrópica comprende las técnicas puestas a punto por las sociedades humanas en el curso de la historia; ellas utilizan toda suerte de fuentes de energía para producir cabañas y ciudades, senderos y autopistas, molinos de agua y represas, etc…, todos ellos objetos bien (¿demasiado?) visibles en los paisajes: la lista de las disciplinas que pueden hacer comprender cómo ellas funcionan es muy larga, desde el urbanismo y la sociología a los estudios financieros y técnicos.
La última caja es biótica; las dinámicas biológicas, con los episodios variados de sus historias, dispusieron aquí de bosques y allá de tundras o landas, cuyo aspecto y límites fluctúan: las bacterias del suelo, los rebaños de ñus o los bancos de sardinas también dependen de estos. Las biologías animales y vegetales, la ecología, se vinculan para comprenderlos. Por comodidad, en la clasificación de los objetos producidos, agregamos los campos de cereales, las viñas, los rebaños de ovejas… todo lo que depende evidentemente de las fuerzas biológicas, pero cuya presencia se debe antes que nada a la iniciativa de los hombres; la agronomía, la economía, la etnología, entre otras, nos informan sobre su temática.
Es evidente que estos tres subsistemas están en interrelación profunda. La caja biótica es el ejemplo más característico de esto. El crecimiento de las plantas depende del sol, de la provisión de agua y del capital genético de cada especie, pero para vastas zonas, está también ligado a la decisión de plantar esto antes que lo otro, y sometido a la elección de las técnicas culturales. Es entonces imposible afirmar que una combinación de objetos, y los paisajes que ella ofrece, son naturales o artificiales: uno sólo se puede esforzar en apreciar el grado de artificialización que ellos presentan. Esto se complica incluso cuando se considera que la acción de los hombres puede corresponder a una simple introducción de especies vegetales o animales, las cuales tienen luego una dinámica espontánea o, más frecuentemente, un cultivo o un pastoreo regular. Estas aclaraciones se aplican también a las construcciones diversas y a sus relaciones con los relieves, la acción de las aguas terrestres o marinas, o los fenómenos climáticos. Es necesario, finalmente, tomar en cuenta la variedad de escalas espacio-temporales puestas en juego: ciclos clorofílicos en las formaciones de estructuras geológicas, campañas lentamente constituidas en la explosión urbana, etc…; el orden del tamaño de los fenómenos es infinitamente variado. Todo esto crea inercias, desfases, herencias que intervienen en la constitución de los objetos.
Una última aclaración se impone: las fuerzas en acción en la caja abiótica y las dinámicas biológicas no tienen meta ni intenciones. No ocurre lo mismo con las acciones de los hombres, que son el fruto de decisiones susceptibles de ser anuladas y retomadas, y que pueden estar influidas por representaciones, entre ellas la del paisaje: el productor es entonces también el que percibe; a la inversa, es verdad que la percepción se vuelve dependiente de los funcionamientos productivos y del estado de los objetos producidos.
La percepción
La percepción del paisaje depende de mecanismos perceptivos generales cuyo análisis no es a priori de incumbencia de la geografía. Sin embargo, al ser la materialidad paisajística aprehendida a través de la percepción, hay una coescritura de lo real, por los mecanismos de producción del medioambiente y por la mirada que nosotros dirigimos sobre éste. La geografía del paisaje no puede entonces ignorar el componente perceptivo, ni considerarlo incluso como una caja negra de la cual sólo las salidas le importarían. Del mismo modo, ella no podría tener lo material y lo ideal para estas dos fuentes distintas e independientes, dado que sus interacciones son constitutivas de eso que nosotros nombramos el paisaje.
La información paisajística emitida por el mundo que nos rodea no es tomada a su cargo por un sistema perceptivo mecanicista, indiferente a los datos que trata; con otros elementos, participa en su estructuración, en las tres escalas de la especie, de la sociedad y del individuo. A la inversa, el producto de la actividad perceptiva retroactúa sobre la materialidad paisajística a través de las acciones finalizadas… y también existe una buena parte de aleatoriedad.
El estímulo visual mismo no es una dimensión física pura, sino el encuentro entre una señal luminosa y un aparato receptor, que se considera cada vez menos como una constante biológica de la especie, sino más bien como una función evolutiva y transaccional. Estructuras perceptivas fósiles, salidas de nuestros paleocerebros, rozan procedimientos actuales, al ritmo del medioambiente de hoy.
A un nivel más elevado en la cadena de tratamiento, aparece la producción de sentido. Sería presuntuoso querer decidir en el debate sobre la repartición entre los mecanismos puramente intelectuales y los procesos afectivos, emocionales, incluso sicoanalíticos en el seno de esta operación compleja; pero importa subrayar el papel que desempeñan aquí las representaciones. Numerosos trabajos geográficos pusieron en evidencia el lugar fundamental de esta «cognición social» en la construcción de nuestra visión del mundo y en los valores que atribuimos a los paisajes.
Sin tener que entrar en la sicología personal de los individuos, la geografía debe interesarse en la dimensión colectiva de estos procesos semánticos. Ella está entonces confrontada a varias capas de representaciones. Algunas constituyen la memoria de un grupo o de una civilización, se sedimentan al filo del tiempo, se difunden en el conjunto del cuerpo social, a veces al punto de olvidarse, o de pasar por naturales. Otras son producidas por la sociedad de hoy día, y nosotros somos tanto sus actores como sus instrumentos.
Para el paisaje, el proceso de conversión en arte desarrollado por Alain Roger corresponde a la primera categoría. Éste muestra cómo la mirada paisajística es una construcción cultural, históricamente datable y explicable. Parece que el desarrollo, a partir del siglo XV en Europa, de un género pictórico paisajístico, comenzó a modelar nuestra mirada y la dotó de una grilla de lectura específica. Nos permitió ver el paisaje, en el sentido en el que nosotros lo entendemos, es decir, en el de una estructura de conjunto, a modo de contemplación estética, y no solamente como una yuxtaposición de elementos visuales dispersos, de orden utilitario o sagrado. Como escribe Régis Debray, «la representación precedió al original». Según esta hipótesis, el arte pictórico, al cual se podría agregar además la literatura, no aparece solamente como un indicador de cánones estéticos, no se contenta con decir el paisaje bello, sino que hace nacer la impulsión paisajística, al mismo tiempo que engendra el esquema perceptivo que permite saciarla.
Si no inventó totalmente la mirada paisajística, el arte pictórico al menos hizo surgir un modelo paisajístico que debe mucho a los códigos culturales de la pintura occidental. De este modo, el paisaje corresponde en lo sucesivo a un corte que disocia de manera estricta el marco y lo externo al marco, mientras que nuestro campo visual posee más bien límites vagos; es rectangular (formato paisaje), en tanto que nuestro campo visual es esferoide; es homogéneo, mientras que nuestra visión procede por puntos de fijación selectivos; es fijo, en tanto que nuestros ojos se mueven sin cesar; finalmente, está dotado de un punto de observación único, mientras que nosotros lo descubrimos generalmente en la itinerancia. Un escenario similar se desarrolló en China diez siglos antes por lo menos, y también condujo allí a un modelo paisajístico, ligeramente diferente del occidental, en particular en la dosificación de la tierra y el cielo, como lo muestran tanto la pintura china como la organización de fotografías de paisajes tomadas por los turistas chinos.
El desarrollo de la práctica turística desde hace dos siglos hizo surgir justamente un proceso particular de percepción-producción de paisajes. La función turística y, más allá, la de la diversión y del espectáculo, construyen y renuevan permanentemente un código del paisaje bello; ellas instituyen categorías en el seno de las cuales se despliega un dispositivo de consagración y de señalización.
Se pueden distinguir diferentes géneros de paisajes ofrecidos a la percepción, directa o virtual, de nuestros contemporáneos. El paisaje-panorama se presenta majestuoso a los aficionados a la contemplación o a los turistas apurados; está caracterizado por un tipo de visión más que por un contenido; lo que cuenta aquí es la amplitud de visión, la experiencia perceptiva considerada por sí misma, casi independientemente de los objetos que componen la paleta. El paisaje-sitio es la encarnación de lo único, debidamente inventariado por las guías, y que uno viene a ver de lejos por sí mismo, como por ejemplo, la punta del Raz. El paisaje-motivo corresponde a una realidad más genérica: paisajes toscano, provenzal, lapón, sahariano y muchos otros se vuelven estereotipos, sometidos al simulacro o a la falsificación en los pueblos de vacaciones, las áreas de autopista, los parques temáticos, la publicidad o la comercialización territorial (Colorado provenzal, Laponia franco-comtesa, Suiza de aquí o de allá…). Estas transferencias revelan el carácter frecuentemente analógico y metonímico de la percepción de los paisajes. El paisaje-peregrinación hace vibrar el recuerdo de un personaje célebre o de un héroe imaginario: aquí algunos índices son suficientes, la búsqueda perceptiva es de naturaleza arqueológica; todo el resto es reminiscencia, empatía, reconstrucción; el Berry de George Sand, la Landa de Lessay de Barbey d’Aurevilly, la Santa Victoria de Cézanne son de este tipo. El paisaje-desafío, finalmente, es conquistado más que mirado, es vivido por el cuerpo entero a través de un esfuerzo iniciático fundado sobre la resistencia física o el dominio de una técnica de aproximación. Pero la cotización creciente de este o aquel lugar significa pronto la llegada del teleférico o de la ruta, que signa su descalificación.
Todos estos paisajes-espectáculos son fundamentalmente discontinuos (sitios puntuales que jalonan un itinerario), jerárquicos (las estrellas de las guías turísticas), de acontecimientos (a ver, a hacer, a fotografiar). Se inscriben ciertamente en los marcos proporcionados por el universo pictórico, pero el paisaje en general ha sido atrapado bruscamente por la industrialización de las imágenes a fines del siglo XIX, y por la revolución de los medios masivos de comunicación más recientemente. No contento con mostrar un poco siempre los mismos paisajes figurativos, el sistema mediático impuso un tipo de puesta en escena visual estandarizado, mientras que el arte mismo se volvía hacia territorios perceptivos nuevos, del impresionismo al cubismo, del fotocollage al land-art. Como turistas, miramos desde un punto único paisajes atemporales seleccionados para nuestros catálogos y nuestras guías, y buscamos encontrar de nuevo, en la realidad, imágenes ya entrevistas sobre papel glacé (glaseado). Cerrando el círculo, rendimos homenaje a la representación sacrificando el ritual del cliché fotográfico o de la tarjeta postal. ¡En cuanto a los paisajes del valle de la Loue, son remodelados, gracias a créditos europeos, con el fin de que, de nuevo, se parezcan a los cuadros que hizo Courbet! Se pasa así de la conversión en arte in visu a la conversión en arte in situ.
La utilización
El paisaje no es solamente el decorado de nuestras vidas cotidianas y de nuestras contemplaciones fugaces; es, permanentemente y de múltiples maneras, usado por los actores sociales. Esta utilización es entonces multiforme y no cesa de diversificarse. El paisaje es de este modo reglamentado, vendido, consumido, bosquejado, fotografiado, cantado, analizado, cartografiado. Es también frecuentemente convocado en el discurso de los políticos, los comerciantes y los payasos, y significa por turno el patrimonio y el exotismo, el aquí y el en otra parte, el «entre sí» y el «otro», siempre con este implícito peligroso de la evidencia.
El paisaje está presente de ahora en adelante en todos los dominios de la vida social, y aparece sobre soportes cada vez más numerosos. Se lo encuentra en la ley, en nuestras fotos de vacaciones, en la televisión, en Internet, en las publicidades, en los embalajes de productos para representar el terruño, en afiches electorales, en los programas y los manuales escolares, a veces en las obras científicas. Se lo encuentra también, en modelo reducido, en los nuevos cruces, y luego, por supuesto, en verdad se podría decir, en el marco de nuestros ventanales vidriados, de los parabrisas de nuestros vehículos, de nuestros anteojos de sol…, y de nuestros visores numéricos. Está tal vez en el corazón de la imagen o del debate, frecuentemente accesorio o pretexto, en ciertos casos utilizado de manera puramente metafórica. Cada individuo puede a su turno librarse a varios tipos de utilización del paisaje, hacer surf en un instante sobre sus múltiples avatares, deslizarse de un sentido hacia el otro. Y sin embargo, el paisaje es rara vez objeto de reflexión de fondo o de debate democrático, entendido aquí en la esfera del ordenamiento y de la decisión. Numerosas publicaciones destinadas a los elegidos locales o a los servicios técnicos presentan estudios de casos y preconizan remedios sin que casi jamás sea planteada la cuestión del paisaje: para quiénes, para hacer qué y en función de qué modelos de referencia. Como si el modo del encantamiento fuera suficiente, como si el paisaje, paradójicamente, fuera un punto ciego en un desborde de imágenes y de signos.
Entre las abundantes utilizaciones del paisaje, algunas pueden ser claramente identificadas e integradas en una reflexión geográfica. El arte, el consumo y la venta, el ordenamiento, constituyen los principales registros de la declinación paisajística. Todos pueden, a su turno, ser utilizados por el investigador y, junto a análisis de objetos, aportar múltiples informaciones sobre el funcionamiento del proceso paisajístico en la sociedad.
– En el artículo consagrado a la percepción, hemos recordado el papel del arte pictórico en el nacimiento del paisaje. Más allá de esta constatación, el hecho de estudiar los códigos que cada artista utiliza para «dar a ver» puede proporcionar una verdadera pedagogía de la mirada. ¿Cuál es el mínimo de signos útiles para hacer ver? ¿Cómo el ángulo de visión y la profundidad de campo ayudan a la representación, pero son frecuentemente falsificados, sin perjudicar el reconocimiento, por el contrario? ¿Se privilegian las formas que remiten a los objetos o las esquematizaciones que provocan la impresión? Todo esto es precioso y puede por ejemplo ayudar al geógrafo a utilizar mejor una de estas fuentes de informaciones preferidas que él explota por su «sentido del terreno». ¡La espléndida serie de «Almiares» de Claude Monnet puede decir mucho sobre la forma de extraer del paisaje una información sobre los ambientes climáticos y sobre la necesidad de preocuparse por las variaciones de luz que cambian los objetos! «Antibes, efectos de la tarde», del mismo autor, plantea claramente el problema de las construcciones deformadas que muestran mejor que la vista realista las relaciones de los objetos en el espacio. Incluso la forma de aprehender el espacio plantea verdaderas cuestiones. Del cuadro espectáculo visto desde enfrente, Jean Dubuffet en el «Campo feliz» o en «La ruta para los hombres» pasa a una representación que combina la vista del adentro y la vista del arriba: ¡un buen problema para el geógrafo!
– El comercio y la comercialización constituyen otro dominio privilegiado de utilización del paisaje, y pueden atribuírsele aquí diferentes tipos de estatutos.
El paisaje puede ser un producto con pleno derecho. Éste es el caso de numerosas formas de turismo, que privilegian los sitios notables, los grandes espacios «naturales» del planeta, los itinerarios míticos. Los catálogos de los viajes de turismo (tours) presentan paisajes como la promesa de un momento raro y privilegiado, incluso de una experiencia de lo sublime. La alta montaña, los desiertos de arena, las estepas, los bordes polares se prestan particularmente para tal propuesta intrigante.
En otros casos, el paisaje es una amenidad que genera una plusvalía en relación con una localización casi idéntica, pero privada de una vista prestigiosa. Cualquiera sea la vivienda de veraneo o el hábitat principal, la vista sobre la Bahía de los Ángeles, el Cervin, el Central Park o los jardines de la Mamunia, fija el coeficiente de los deseos y las tarifas. Pero, ¿la plusvalía está engendrada por la vista misma o por el proceso de distinción social que sobredetermina este consumo como lo hace para todos los otros? Sea cual fuere de ambos, el hecho de estar o no «en la solana del flujo paisajístico» emitido por el lugar culto desempeña un papel más importante que la distancia a ese lugar. Más prosaicamente, se observa que hoy el comportamiento residencial de las parejas en los espacios periurbanos no es indiferente a sus cualidades paisajísticas. El método de los «precios hedonistas», aplicado a criterios paisajísticos precisos, podrá sin duda permitir precisar la importancia de este efecto paisajístico y sobre todo su lugar entre los otros determinantes de la elección residencial.
El paisaje puede ser también una connotación pura o un símbolo. La publicidad rebosa de tales ejemplos y poco importa si los artificios son estereotipados y usados, poco importa si éstos son regularmente disputados; el paisaje hace vender alhajas, cosméticos o automóviles. A veces, como para los productos alimentarios de terruños, el lazo entre el significante y el significado es más explícito, lo que no quiere decir que toda mistificación esté ausente. El producto se vuelve la quintaesencia del paisaje, encarna sus virtudes, transmite sus secretos; en contrapartida él magnifica el paisaje, le da un sentido. En esta alocación mutua de identidad, las mismas palabras sirven generalmente para caracterizar las dos figuras, en los registros de lo auténtico, lo amable o lo distinguido. El paisaje se consume aquí al mismo tiempo que el producto, y la identificación alcanza su maximum con alimentos de fuerte carga simbólica: el vino, el queso, el aceite de oliva. La asociación entre el paisaje y el producto es tan fuerte que todo ataque a uno puede afectar al otro; por esto en las comarcas de viñedos, el mantenimiento de las terrazas, los castillos o las casas de los viñateros reviste una postura tan importante como la política de calidad aplicada al vino mismo. Para los quesos, si las especialidades caprinas y ovinas aluden voluntariamente a imágenes de paisajes secos y rugosos, los quesos de vaca conectan con el registro del verde y lo húmedo. Todo se constituye en un mercado de imágenes, paralelo al mercado del producto, y que busca valorizar la externalidad paisajística. Esto puede conducir a tomarse algunas libertades con la geografía o la toponimia, como lo muestran ciertos quesos industriales disfrazados de productos de terruño, con denominación de origen patrimonial y paisajístico reconstituido.
– La gestión del territorio ha ignorado durante mucho tiempo al paisaje y se interesó ante todo en el espacio, luego en el medioambiente. Ciertamente, la ley francesa de 1930 ya tenía por objeto «reorganizar la protección de los monumentos naturales y de los sitios de caracteres artístico, histórico, científico, legendario o pintoresco», pero las preocupaciones paisajísticas que hacen referencia a los paisajes comunes son mucho más recientes. Hay que esperar los años 90, en Francia, para ver aparecer varios textos que hacen referencia de manera explícita y operativa al paisaje; es el caso particular de la ley paisaje (1993). En el mismo momento se desarrollan los inventarios, atlas y observatorios del paisaje, considerados por brindar un estado de los lugares y proporcionar instrumentos de seguimiento temporal. Los textos que rigen los estudios de impacto prevén en lo sucesivo un componente paisajístico e imponen una presentación de los métodos puestos en marcha para tenerlo en cuenta. Al hacer esto, ellos interpelan a la comunidad científica para que aporte conceptos, métodos y técnicas. Los sistemas de información propuestos deben permitir a los planificadores trabajar sobre el paisaje visible, remontarse hacia los mecanismos de su producción, y explorar las condiciones de su consumo por los diferentes tipos de utilizadores. Nosotros hemos sugerido para esto el concepto de «paisaje encontrado», que muestra el paisaje no como absoluto sino en el marco de tal o cual modo de utilización.
Un observatorio del paisaje puesto en marcha para una colectividad territorial o un parque natural podría constituir bancos de imágenes que decaen según algunas categorías grandes de utilizadores, quienes, por el hecho de su modo de consumo, no encuentran la misma oferta paisajística. El «atravesador» no viene para admirar el paisaje, sino que no escapa a una cierta recepción de escenas paisajísticas. Él sólo toma los grandes ejes y recibe la información visual a gran velocidad. Esta información se encuentra luego doblemente seleccionada por el trazado y la arquitectura del eje, y por la velocidad de desplazamiento. El «contemplador», adepto a la salida dominical al mirador con estacionamiento instalado, se presta deliberadamente a un consumo del paisaje, pero éste es puntiforme, estático y panorámico; y se encuentra confrontado con toda otra realidad. El «excursionista» se sumerge en el tejido paisajístico, y las pequeñas ruedas sobre las que él camina à priori lentamente, desarrollan secuencialmente a su mirada un escenario paisajístico, incluso de otra naturaleza. El «incursionista», finalmente, entendemos por éste al caminante, el ciclista, el jinete o el remero, es más aún que el precedente en el corazón de la forma paisajística. Él experimenta a través de los diferentes sentidos, y del movimiento del cuerpo; la movilidad de su mirada es máxima, en dirección, en amplitud focal y en duración de la fijación.
Modelizar el consumo paisajístico implica distinguir estas diferentes maneras de utilizar el paisaje y darse cuenta de éste a través de la estructuración de la información movilizada.

El paisaje visible
La naturaleza y los hombres producen objetos que se ven en los paisajes; los individuos y las sociedades perciben éstos en imágenes. Entre ambos, en interfase, es indispensable examinar cómo se pasa de unos a otros trabajando sobre una caja particular del sistema, el paisaje visible. El adjetivo indica claramente que él se sitúa antes de toda percepción, cuando las imágenes sólo existen potencialmente; es entonces totalmente físico, comprendidos aquí los efectos de óptica (espejismos, juegos de espejo…). Todos los puntos del espacio ofrecen paisajes visibles, bajo ángulos variados; poco importa que ya los hayan visto y nombrado mucho -es otra etapa de la reflexión- o que ninguna mirada los haya rozado jamás: éstos deben encontrarse todavía en algunos lugares del continente antártico…
El paisaje visible está constituido por dos colecciones (la de los objetos y la de los elementos de imagen), extraídas de clichés o del terreno; ellas están ligadas por flujos de información de la primera a la segunda: un objeto da, solo o asociado a otros, uno o varios elementos de imagen. La colección de objetos se descompone en subconjuntos en función de los productores: abióticos (topografía, modelos, hidrografía…, faltan aún los estados del cielo), bióticos (todo lo que compete a la vegetación, comprendido aquí el hecho de las prácticas agrícolas) y antrópicos (las construcciones de los hombres en dos subconjuntos: los establecimientos puntuales más o menos extendidos y las redes). Estas categorías son groseras, pero pueden ser indefinidamente afinadas por encaje sistemático.
La colección de los elementos de imagen comprende dos grupos: los que permiten ver los volúmenes y los que los visten. El corte en planos, las líneas que dibujan perfiles perpendiculares a la mirada y aquéllas que fugan en profundidades hacia el horizonte, los radiales, forman el primero. Los aspectos de superficie, con sus disposiciones (playa o mancha, trazo o línea, punto, cf. los escritos teóricos de Paul Klee), su color, su textura, componen el segundo.
Para cada imagen, se constituyen colecciones sistemáticas al apreciar el peso visual de todos los componentes, plano por plano. Esto permite evaluar las contribuciones de cada uno en los vínculos que se establecen entre los objetos y las imágenes: una vertiente forestal con resinosas dibuja una parte del perfil y da un tinte verde sombrío y una textura aguda a su cobertura; en un valle, el perfil en artesa de un plano está constituido primero por vertientes suaves, luego erguidas con cornisas, por la llanura aluvial plana, y la superficie del río, cuya agua calma hace espejo, etc. Esta lectura minuciosa ayuda a estimar el valor informativo de las imágenes, a tomar en cuenta las convergencias de formas; inicia una práctica científica del análisis del paisaje. Se pueden corregir así eventuales debilidades del «sentido del terreno» que pretende remontar intuitivamente de la imagen percibida a los sistemas productores, marcha frecuentemente catastrófica en el trabajo pedagógico y la investigación en geografía. Esto autoriza, por otra parte, a cartografiar el paisaje por lo que ofrece a la vista; la superposición de cartas analíticas de los objetos que lo componen no lo hace jamás. Esto supone evidentemente que el análisis de los paisajes visibles supera la única visión de un sitio para estudiar colecciones espacialmente representativas. El estudio de cada imagen conduce a tomar en cuenta la importancia de las máscaras eventuales, la complejidad de las acciones (actuales o pasadas) en su constitución, a subrayar entonces el peso de las herencias, la variación en la naturaleza y la intensidad de la información obtenida en función de la profundidad de los planos, etc. Este tipo de análisis permite evocar y testar la necesidad -la sensibilidad visual que es propia del paisaje-, y a partir de allí comparar con la sensibilidad funcional del sistema productor: «Uno puede muy fácilmente imaginar que un lugar contaminado produzca un paisaje bello y que, a la inversa, un lugar no contaminado no sea necesariamente bello», (Bernard Lassus, paisajista).
El estatuto espacial del paisaje
El espacio del paisaje debe ser aprehendido en dos niveles. La escena paisajística misma se inscribe en un espacio tridimensional. Caracterizar un paisaje implica restituir la organización de este espacio, tanto a través de la naturaleza y la disposición de los objetos, como a través de la composición de las líneas volumétricas y de las superficies (paisaje visible). Pero el espacio del paisaje pone también en juego el lugar de los paisajes o de los tipos de paisajes en el espacio. La evocación de esta dualidad no es una simple consideración nocional, se encuentra a lo largo de toda la marcha. El paisaje está por todos lados en el espacio, pero puede ser aprehendido desde arriba a través de la localización y la descripción de sus componentes, y desde adentro, en el seno de la colección infinita de los volúmenes escénicos, que cambian en cada punto del espacio y en cada ángulo de la vista de conjunto.
Se puede también intentar establecer una geografía del paisaje visible, lo cual implica poder proyectar la realidad volumétrica del paisaje sobre el plano de la carta. El espacio será entonces descrito en función de criterios paisajísticos recolectados en las condiciones de la visión en el suelo, y mencionados, en presencia-ausencia, en intensidad o en combinación, sobre la representación bidimensional del espacio que es la carta.
Antes mismo de examinar sus aspectos técnicos, se podrá observar que una marcha tal tropieza con un hábito bien anclado. Se tiene la costumbre, en nuestras sociedades, de ligar la «vista del adentro» (de tipo tangencial) con los dominios de la vida cotidiana y de la estética, y de considerar que sólo la «vista del arriba» (de tipo proyectivo) se halla en la medida de fundar un conocimiento riguroso. Se plantea aquí como hipótesis que la vista tangencial puede dar lugar a una recolección de información objetiva y fiable, que ésta puede ser tratada, cartografiada, luego utilizada en tanto que necesidad. Se opera entonces un basculamiento del espacio egorreferenciado y secuencial de la visión en el suelo sobre el espacio georreferenciado y sinóptico de la carta.
Uno de los aportes más fructíferos de esta postura es la comprobación de que el espacio está desigualmente sometido a la visión. Si cada punto del espacio terrestre posee una amplitud de visión que le es propia, cada punto estará, inversamente, más o menos sometido a las visiones que se pueden tener desde los otros. Esta sumisión visual puede establecerse y cartografiarse; ofrece nuevas pistas para abordar las cuestiones de la gestión paisajística, perjuicios visuales y estudios de impacto.
Se pueden utilizar dos orientaciones simétricas, de movilización y de tratamiento de la información. En efecto, la «vista del adentro» puede ser reubicada como la «vista del arriba» y esta última puede de vuelta permitir modelizar la «vista del adentro».
La orientación analógica propone una restitución de la visión paisajística a partir de cuerpos fotográficos realizados según procedimientos de muestreo espacial, que dan lugar a la elaboración de bancos de imágenes georreferenciadas. La cartografía de los valores de exposición visual pasa por la espacialización de los conos de vistas reales. El corpus fotográfico puede también dar lugar a relevamientos de objetos y de elementos de imágenes, y a la suma, sobre la carta, de los caracteres o combinaciones de caracteres obtenidos.
La orientación numérica parte de dos capas de información espacializada, el modelo numérico de terreno (MNT) y la imagen satelital, para modelizar los paisajes supuestamente visibles en un punto. La exposición visual se establece esta vez por cálculo trigonométrico. A partir del MNT, cada pixel es objeto de un lanzamiento de rayo virtual en todas las direcciones. Conocida la altura del pixel y la de todos los otros, es posible determinar el espacio que será visible desde cada pixel y, por consiguiente, la intensidad de la exposición visual para cada uno de ellos. La imagen de satélite permite conocer la ocupación del suelo, en consecuencia evaluar la altura de la vegetación y de los edificios, y de este modo completar los datos aportados por el MNT. La explotación de dos capas de información puede igualmente permitir establecer una carta de la composición paisajística, y finalmente simulaciones de escenas de paisaje.
Si la primera orientación parte del paisaje disponible en el suelo para lograr un documento de tipo «vista desde arriba», la segunda parte de informaciones de tipo «vista desde arriba» para convertirse in fine en una reconstitución del paisaje tal como se lo puede ver desde el suelo.

El estatuto temporal del paisaje
Si el paisaje no es un organismo vivo en el sentido propio del término, está sin embargo continuamente afectado por el tiempo que pasa y que, sin cesar, lo hace nacer, cambiar, incluso morir. Esta inscripción en el tiempo no es simple, pues los nacimientos, las modificaciones y las desapariciones son a la vez físicas, sicológicas, culturales y sociales. Esto nos lleva a emplear el plural (los tiempos) para un fenómeno que, en lo absoluto, es único y fluye inexorablemente, de segundos en minutos, de meses en años, de siglos en milenios…
Primero viene el tiempo lineal de la producción, que instala poco a poco en los paisajes los objetos que los componen, constituyéndolo en una historia. Ésta avanza a pasos regulares o por golpes brutales; deja improntas fugaces o durables; los procesos que se ejercen allí se miden en años, en milenios o más. Para muchos paisajes franceses la puesta en el lugar geomorfológico da un marco elaborado en algunas centenas de millares de años como mínimo; la vegetación natural data del posglacial (varios milenios); la lenta constitución de los paisajes rurales tomó siglos, mientras que la concentración parcelaria o los baldíos modifican todo en algunos años. La construcción de inmuebles, calles, equipamientos, se da también en fases desiguales, con discontinuidades, añadidos, con una estabilidad variable. Frecuentemente es muy delicado decir «de cuándo» data tal o cual paisaje que, además, cambia sin cesar. Apenas se puede intentar encontrar las tendencias permanentes.
Seguidamente hay tiempos cíclicos de la visión. A la escala del tiempo corto, el paisaje presenta una cierta estabilidad. Sin embargo, las imágenes que ofrece son objeto de variaciones que modifican sus aspectos, en vibraciones más o menos amplias y regulares alrededor de un punto medio. Esto se produce de varios modos:
– cuando la luz del instante varía con el paso de una nube que modifica completamente el espectáculo, por ejemplo;
– por los flagelos meteorológicos, que introducen elementos pasajeros (la nieve) o que suprimen la visión (la cortina de lluvia, la bruma);
– por la dinámica biológica ligada a las estaciones, las cuales someten el paisaje al ritmo de las fenofases;
– por los horarios y los calendarios que escanden la vida de las sociedades y de los individuos: playas de verano y de invierno, calle de día y de noche, plaza de fiesta o en un día corriente, multitud de horas pico y vacío de horas muertas, etc.
Finalmente, hay que contar con el tiempo de la memoria: para existir verdaderamente es necesario que el paisaje sea percibido y reconocido como tal. El tiempo de los recuerdos, de la memoria, influye sobre la percepción del paisaje que tienen los individuos y las sociedades. Las representaciones individuales pesan grandemente: la nostalgia de los paisajes de la infancia, el deslumbramiento provocado por el descubrimiento de un soberbio sitio paisajístico, son bien conocidos. Existen también grandes mitos colectivos que guían las apreciaciones y marcan las culturas con herencias, a menudo durables; éstas pueden superponerse en el filo de los cambios. De este modo, los paisajes de montañas, horribles y rechazados en el siglo XVIII, se vuelven grandiosos, aunque incluso horrorosos en el período romántico, luego tónicos y vigorizantes a comienzos del último siglo. El pasaje del mito a la moda, incluso a la idea recibida, es frecuente: el paisaje puede entonces ser ordenado, conservado o incluso reconstruido. Se vuelve lugar o pretexto de afrontamientos entre fuerzas antagónicas y deseos contradictorios.