Representación
La noción de representación posee toda su pertinencia y su utilidad en la constatación siguiente, ampliamente admitida en el pensamiento moderno desde la filosofía de las Luces: nuestra relación con lo real está necesariamente subordinada al conjunto de sus manifestaciones aparentes (los fenómenos) y a un conjunto de instrumentos de alcance cognitivo que nos permiten aprehender y actuar sobre él. La representación, concebida como una entidad material o ideal, que da forma y contenido a una entidad postulada en lo real, responde a esta necesidad. Su pertinencia se evalúa en su capacidad para constituir un modelo eficaz de lo real que ella representa.
En esta perspectiva, se suele declinar la noción de varios modos:
– según que ésta sea inmaterial (una imagen mental, por ejemplo) o material (una carta, una fotografía, una alegoría, un artefacto que simbolice un objeto de conocimiento, como un globo terrestre para la Tierra);
– según que ésta sea individual o colectiva. Una representación colectiva es el producto de un consenso social relativo a la forma y al contenido dado a una entidad considerada como pertinente para el colectivo social que corresponda (Durkheim, 1898; Jodelet, 1989; Poche, 1995). Una representación es individual cuando sólo vale para un objeto único, pero también cuando, de naturaleza colectiva y compartida, está incorporada por un individuo que pertenece al colectivo correspondiente (Moscovici, 1976).
– según que ella esté instrumentada o no en el funcionamiento y la regulación de los colectivos sociales. En efecto, una representación puede ser un motivo (en los dos sentidos del término: figura y causa) de una organización social: una representación compartida por una entidad nacional es la condición de existencia de la nación y de las instituciones que ella se da. Puede también ser tomada a cargo, incluso generada, por estas instituciones, y ser concebida entonces como instrumento del poder. Es decir que la representación en el sentido político del término (la delegación de poder atribuida a mandatarios de un colectivo, los elegidos de la nación, por ejemplo) no puede concebirse independientemente de otras representaciones (la nación, el territorio, la historiografía, etc.) que son movilizadas a través de ella (Debarbieux et Vanier, 2001).
Las ilustraciones que preceden dejan entrever el interés de la noción para la geografía.
– Interés epistemológico: la construcción del conocimiento geográfico procede por adopción y transformación de representaciones de lo real. Su pertinencia, que tiende a ser intrínseca en la lógica científica, depende como mínimo de su adecuación a lo real percibido, como máximo de su capacidad de predecir las transformaciones por venir.
– Interés metodológico: toda ciencia, al construir sus propias representaciones, debe reflexionar sobre los estatutos diversos de estos últimos recursos a la fotografía (frecuentemente presentada como presentación de todo o parte de su objeto de estudio) y a la carta (concebida ya sea como reflejo, ya sea como modelo de su referente). Estas representaciones son instrumentales en la medida en que constituyen momentos de la construcción del conocimiento (Mendibil, 1999).
-Interés problemático: como ciencia social, sensible al postulado según el cual las acciones individuales y colectivas están motivadas por un cierto vínculo con el mundo y con el entorno de los sujetos correspondientes, la geografía puede legítimamente buscar identificar las representaciones espaciales o territoriales de los individuos y de las sociedades que estudia (Frémont, 1975; Debarbieux, 1998). Puede también interesarse por las condiciones sociales y políticas de producción y de intercambio, de adopción y de polémica de estas representaciones (Mitchell, 1999). Puede, en fin, interrogarse acerca del papel social de sus propias representaciones cuando éstas se difunden fuera de los medios académicos a través de la enseñanza o de la vulgarización.
Pero sin embargo la competencia de la geografía en la materia no es ilimitada. El concepto de representación, transversal en las ciencias humanas y sociales, merece que cada disciplina precise el campo de sus competencias en la movilización que hace de éste. En la materia, la geografía, desde hace una treintena de años, ha respondido de formas diversas y cambiantes en este orden. Así, la geografía norteamericana llamada de “la percepción” de los años 1970 se interesó por la dimensión sicológica y cognitiva de la construcción de las representaciones geográficas (Downs, 1970) en la perspectiva de un análisis del comportamiento de las prácticas individuales del espacio; ha abierto por este hecho la vía a una generación de trabajos sobre los “mapas mentales” (Downs y Stea, 1973); pero renunció desde ese momento a este dominio en provecho de la sicología de la percepción y de las ciencias de la cognición. En otra perspectiva totalmente diferente, la geografía existencialista o humanista -reanudada por su contribución francesa con los textos de Dardel (1952)- y la geografía literaria se interesaron por la producción y la puesta en forma de las representaciones concebidas como elementos de experiencias o de relatos del espacio. Las perspectivas críticas, adoptadas por la geografía posmoderna, poscolonial o feminista, particularmente prolífica en el mundo anglosajón, estudiaron también los mecanismos de producción de las representaciones geográficas, reforzando su capacidad para promover formas de diferenciación, incluso de estigmatización sociales. En la geografía francófona contemporánea, pronta a adoptar un modo de pensamiento dialéctico y preocupada por guardar entre sus lineamientos los planteos sobre las transformaciones de lo real geográfico, numerosos trabajos contemporáneos se refieren al concepto de representación para destacar la eficacia práctica y el carácter operativo; la representación dispone de un lugar tanto más central en las problemáticas disciplinarias cuanto que son concebidas como condiciones, motores o prefiguraciones de la acción en general, del ordenamiento en particular.
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