Bosque
En su edición 2020 de la Evaluación de los Recursos Forestales Mundiales (FAO, 2018), este organismo de las Naciones Unidas define los bosques como “tierras que ocupan una superficie de más de 0,5 hectáreas con árboles que alcanzan una altura superior a 5 metros y una cobertura de copas de más de 10 por ciento, o con árboles capaces de alcanzar esos umbrales in situ”.
Las definiciones de bosque, aparentemente cómodas y sin ambigüedad, como “a large area of land covered with trees and plants, usually larger than a wood, or the trees and plants themselves” [una gran área cubierta de árboles y plantas, normalmente más grande que un bosque, o los propios árboles y plantas] del diccionario de Cambridge, o incluso “vasta extensión de terreno cubierta de árboles; todos los árboles que cubren esta extensión”, de los diccionarios Robert y Larousse, comprenden, en realidad, formidables contradicciones, ligadas a la vaguedad que rodea las nociones de árboles, vastedad, tasa de cobertura… Entonces, ¿deben clasificarse los arbustos como bosques, como cuestionan Alexandre y Génin (Alexandre y Génin, 2011)? ¿Qué pasa con otras formaciones arbustivas, como el bosque degradado del dominio mediterráneo, los rodales arbustivos de los márgenes de la tundra o del sahel?
Sin la intervención humana, la mayoría de los continentes estaría cubierta de bosques. Solo las superficies de agua, las costas marinas expuestas a las tormentas, los pantanos, las praderas naturales y los terrenos de gran altitud y latitud se verían privados de ellos. Todo el resto estaría cubierto por ricas y complejas asociaciones vegetales, caracterizadas por pisos de árboles, a cuyo abrigo y sombra se encuentra el nivel de los arbustos; más abajo, el de las plantas herbáceas y, por último, a nivel del suelo, el piso de los esporofitos: hongos, musgos y líquenes. El resultado de esto es una diversidad de bosques, un verdadero imperio dividido en varios grupos vastos que los biogeógrafos calificaron, en el siglo XIX, como formaciones vegetales y, más recientemente, como biomas. Para distinguirlos se utilizan múltiples criterios, geográficos, topográficos, biológicos, fisionómicos y botánicos: bosque tropical, bosque de montaña, bosque de coníferas, bosque perenne, bosque seco, etc. Pero dos elementos fundamentales, la temperatura y la cantidad de agua disponible, son determinantes en la diversidad de los bosques que crecen naturalmente en el planeta (ver anexo).
Sin embargo, la definición de bosque proviene de una problemática fuerte, enraizada en la ecología política (Chazdon et al., 2016). Proporciona las bases conceptuales, institucionales, jurídicas y operativas de las políticas y los sistemas de seguimiento que conducen o permiten la deforestación, la degradación de los bosques, la reforestación y la restauración forestal. Además, las definiciones son tan numerosas como los actores privados y públicos que trabajan para el bosque. Estas definiciones están en constante evolución, en el espacio y en el tiempo, pero la de la FAO es hoy la referencia.
El bosque no es solamente una sucesión de especies animales y vegetales. Es también el cuadro de vida de los hombres, el lugar de existencia de pueblos enteros, especialmente en el pasado y aún hoy. Los bosques han sido talados desde la revolución neolítica. Los campesinos extendieron sus campos y praderas a expensas de los bosques templados. Actualmente, los bosques tropicales y boreales experimentan la mayor deforestación. Con el desarrollo económico y tecnológico, el ser humano domina poco a poco el bosque hasta convertirse a veces, hoy en día, en un verdadero peligro. En efecto, este último no es solo un espacio ecológico, sino una riqueza económica y un producto social. Estas poblaciones de árboles, vegetales y animales, símbolos de vida, estos mundos de sombras y luces, de acogida y refugio, estas reservas silvestres y naturales, constituyen ahora un componente de ordenamiento del territorio y el paisaje, así como un lugar de ejercicio y empleo. De sus funciones económicas, sociales y ambientales, ninguna le otorga su verdadera dimensión, salvo la que la convierte en garante de la reproducción y la continuidad de un conjunto de especies, incluida la especie humana.
Estamos en los albores de una nueva perspectiva del bosque basada en los conceptos de resiliencia, gestión del territorio y planificación integrada. El bosque se convierte en la expresión de la idea de Naturaleza, una Naturaleza que, después de haber sido temida durante mucho tiempo, recientemente se encuentra un poco idealizada. Si bien el bosque ya no es sinónimo de Naturaleza desde hace mucho tiempo, el sentido común se conforma con este acercamiento en un espíritu de la época centrado en lo ecológico. Los valores ambientales y las preocupaciones relativas al cambio climático abren nuevos campos de estudio sobre las cuestiones forestales. La biodiversidad que el bosque alberga y el carbono que almacena se han convertido en verdaderos problemas planetarios. Además, diversas partes interesadas han puesto en marcha numerosos mecanismos de preservación o protección de los bosques: gobiernos, comunidades, agencias de las Naciones Unidas, universidades y el sector privado. Éste es particularmente el caso de los mecanismos REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de los Bosques), cuyo objetivo es remunerar las reducciones de emisiones por deforestación y degradación de los bosques con miras a mitigar el cambio climático.
Más allá de las cuestiones ambientales, el bosque brinda numerosos servicios ecosistémicos, lo cual lo sitúa en el centro de la noción de sostenibilidad (Lassagne, 2005; Aubertin, 2002). Así, los productos no madereros, en África, en América Latina o el sudeste asiático, por ejemplo, que sostienen las economías locales, pero también son el centro de la riqueza cultural, presentan un gran interés. Las amenazas que pesan sobre los pueblos de los bosques (pigmeos en África, indios del Amazonas, etc.) a causa de la deforestación y los cambios profundos en la cubierta boscosa son objeto de numerosos trabajos, tanto científicos como para el público en general. Además, desde hace unos diez años, las investigaciones sobre los nuevos usos de los bosques han sido particularmente fructíferas (Dehez, 2012). Son objeto de una fuerte demanda social que se expresa particularmente a través de prácticas deportivas o de revitalización (Papillon y Dodier, 2012). Ya sean urbanos, periurbanos o rurales, los bosques se convierten en destinos recreativos y turísticos, lo que implica un modo de gestión renovado. La multifuncionalidad resultante genera en ocasiones tensiones entre actores y usuarios. Los paseantes aprecian la proximidad de un espacio verde para su recreación, los promotores ven su valor territorial, los silvicultores su valor económico y los naturalistas su valor ecológico y patrimonial.
La presión cada vez mayor sobre los bosques y las cuestiones ambientales vuelven a poner el tema de los bosques plantados en la agenda (Robert, 2020). La cantidad de madera extraída de los bosques naturales parece haber alcanzado su punto máximo (Warman, 2014), mientras que los suministros provenientes de los bosques plantados están aumentando (Boucher y Doug, 2014) y deberán aumentar aún más para satisfacer las futuras necesidades mundiales de madera (Payn et al., 2015). Existen animados debates entre quienes consideran que pueden ser útiles en la provisión de diversos bienes y servicios forestales y pueden ayudar a reducir la presión sobre los bosques más naturales y, a la inversa, otros creen que son los antiforestales, perjudiciales para el ambiente y la biodiversidad.
Más que nunca, los bosques están en el centro de nuestras sociedades y se están convirtiendo en un verdadero problema político y científico. Los bosques se consideran sistemas adaptativos complejos, cuyas propiedades resultan de la autoorganización y las interacciones entre los componentes internos y externos, incluidas las sociedades humanas (Messier et al., 2015). Son una fuente de productos madereros, un ecosistema compuesto por árboles y una miríada de formas de diversidad biológica, un hogar para las poblaciones indígenas, un depósito de carbono, una fuente de múltiples servicios ecosistémicos y como socioecosistema (Chazdon et al., 2016). Su existencia y su configuración se basan ciertamente en el medio natural, pero también en las sociedades humanas, con sus flujos migratorios, su organización, el contenido de su patrimonio cultural. Por lo tanto, el bosque se sitúa en la intersección de la Naturaleza y la Cultura, con significados que evolucionan a lo largo del tiempo y las sociedades (Varet-Vitu, 2017), lo que lo hace particularmente difícil de aprehender.
Jean Louis Yengue