Deforestación
La deforestación es la pérdida irreversible de los bosques en pro de otras formas de utilización de las tierras (agricultura, ganadería, urbanización, explotación minera, etc.) en las cuales el árbol no es más lo principal. Tejasmi, en 2007, y Le Tacon, en 2021, proponen una distinción entre, por un lado, la definición amplia que incluye no solamente la conversión en zonas no forestales, sino también la degradación que altera la calidad del bosque (la densidad y la estructura de los árboles, los servicios ecológicos que provee, la biomasa de plantas y animales, la diversidad de especies y la diversidad genética, etc.). Esta acepción es adoptada por The United Nations Research Institute for Social Development (UNRISD) [Instituto de Investigación de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social]. Por otro lado, según la definición estricta, es la supresión de la cubierta forestal de tal modo que el espacio liberado pueda tener un nuevo uso: esta definición es adoptada por la FAO. El Código forestal francés lo utiliza además para calificar los claros considerados como toda operación voluntaria o involuntaria que tiene por objeto destruir el estado forestado de un terreno y poner fin a su destino forestal (artículo L341-1 del Código Forestal). En la bibliografía se utilizan, concomitantemente, tal vez sin hacer la distinción, la deforestación bruta cuando no se toma en cuenta la regeneración de la cubierta arbórea y la deforestación neta que designa, propiamente, la diferencia entre las superficies de bosques que desaparecen cada año y las que se regeneran naturalmente o son replantadas. En los dos casos, la fecha de referencia para cuantificar y calificar la deforestación es importante.
Aunque la historia de la deforestación varía de una región a otra (Kettle y Koh, 2014), se sabe que, a partir del Holoceno, hace 11.500 años, la especie humana provocó una disminución importante de los bosques mundiales (Turvey, 2009, Carcaillet et al., 2002; Tinner et al., 2005), considerando además las razones vinculadas al cambio climático (Berglund, 2003; Martínez- Cortizas et al., 2009). Hace 8.000 años, en la época en que la agricultura se volvió sedentaria, los bosques cubrían alrededor de 40 % de las tierras del mundo, es decir, más o menos 6.000 millones de hectáreas (Roper y Roberts, 1999). Durante los siguientes 7.500 años, las tierras utilizadas para la agricultura y la ganadería fueron poco a poco invadiendo los bosques, principalmente en los espacios más fértiles y más accesibles. Las regiones más afectadas fueron el Medio Oriente, la Cuenca Mediterránea, el sur de Asia y el Extremo Oriente.
La llegada de los primeros europeos al Nuevo Mundo, hace más de 500 años, desencadena la activación del proceso de pérdida de los bosques en esas regiones. Los más accesibles de América Central se convirtieron en plantaciones de caña de azúcar. En América del Norte, los colonos llegaron de Europa y los esclavos fueron traídos de África para convertir lo que había sido hasta entonces un vasto territorio forestal en explotaciones agrícolas y granjas de ganadería extensiva. También se talaron bosques para proporcionar la madera necesaria para la cocina y la calefacción, así como para la construcción de casas y muebles. Ese material se utilizó ampliamente, además, en la marina y la explotación minera. Mientras tanto, en Europa, los bosques que lograron sobrevivir a los grandes desmontes de la Edad Media central se vieron sometidos a una dura prueba con la llegada de la Revolución Industrial, ya que se necesitaba combustible para alimentar las fundiciones y las nuevas industrias. Entre 1850 y 1950, 15 % de los bosques del mundo fueron talados (Rowe et al, 1992). G. Plaisance, Ingeniero Principal de Aguas y Bosques, señala que, en la década de 1950, más de 70 % del territorio francés provenía de bosques desaparecidos (Plaisance, 1962). A pesar de todo, en la última mitad del siglo XX el proceso se aceleró en proporciones alarmantes.
Durante los últimos treinta años, la pérdida neta de superficie forestal ha decrecido considerablemente, pero la deforestación y la degradación de los bosques continúan a un ritmo preocupante. Según la FAO y el PNUMA (2020), desde 1990, aproximadamente 420 millones de hectáreas de bosques se han perdido en el mundo debido a la deforestación. En cuanto a la superficie forestal mundial, que corresponde a la suma de todas las pérdidas y todas las ganancias de bosques en un período determinado (deforestación neta), también está disminuyendo. Así, desde 1990, 178 millones de hectáreas de bosques han desaparecido. La situación difiere según la situación geográfica. África, con 3,9 millones de hectáreas, tuvo la tasa anual de pérdida forestal neta más elevada entre 2010 y 2020. América del Sur ocupa el segundo lugar, con 2,6 millones de hectáreas perdidas. Por el contrario, Asia cuenta con el mayor crecimiento neto, seguida de Oceanía y Europa.
La deforestación implica una competencia, derivada de la escasez de recursos, entre diferentes usuarios de la tierra. Estos últimos son calificados como agentes de la deforestación, es decir, personas físicas o jurídicas que talan los bosques. En todas las regiones del globo, los más importantes son los agricultores (Delacote, 2008), tanto los propietarios de explotaciones gigantescas dedicadas a la soja, al trigo, al maíz o al aceite de palma, como los pequeños campesinos pobres, en busca de nuevas tierras para cultivar, talando masivamente los árboles, o incluso los grandes ganaderos, que eliminan el bosque para establecer potreros donde harán pastar el ganado. En total, la expansión agrícola es responsable de más de la mitad de la deforestación, en un planeta donde, según el Banco Mundial, más de mil millones de personas viven en sistemas agrarios que combinan agricultura de subsistencia y recolección de productos forestales. Entre los agentes secundarios de la deforestación, se encuentran los madereros, los plantadores de árboles a escala comercial, los recolectores de leña para calefacción, las empresas mineras y petroleras y los contratistas de trabajos de infraestructura. En la bibliografía, los debates sobre esta jerarquía (Jamet, 2020) destacan las numerosas fuerzas que motivan estos agentes, que provienen de lo social, lo económico, lo cultural o incluso lo político. Además del cambio climático, amenazas sin precedentes pesan sobre los bosques.
Por lo tanto, la deforestación resulta de una combinación de causas directas (urbanización, agricultura, megaincendios, etc.) e indirectas (infravaloración de los bosques naturales, acceso a la tierra, régimen de tenencia territorial, presión del mercado, debilidad de las instituciones nacionales, etc.) que operan simultáneamente a diferentes escalas geográficas y temporales, y que presentan bucles de retroalimentación (Giliba et al., 2011; Ouedraogo y Taladidia, 2017). Estas causas se ven exacerbadas por factores favorables, sin vínculo directo con la utilización del suelo, pero que se combinan para crear un entorno propicio. Éste es particularmente el caso de la superpoblación o la pobreza. En la bibliografía persisten incertidumbres y controversias en cuanto a su propia contribución y a las relaciones que mantienen con los diversos factores en el origen de este rapidísimo cambio ambiental (Scouvart y Lambin, 2006).
El papel de los bosques en los grandes equilibrios ambientales está en la actualidad ampliamente documentado. Los servicios ecosistémicos que proporcionan (sumideros y almacenamiento de carbono, reserva de biodiversidad, regulación hídrica, ciclo local de las lluvias, etc.) los convierten en “bienes públicos globales” (Karsenty, 2021), lo que hace que la lucha contra la deforestación ocupe un lugar destacado en la agenda política internacional. De hecho, existe hoy una movilización mundial de actores influyentes, privados y públicos, tanto en los países del Sur como en los del Norte, que reclaman regularmente la eliminación de la deforestación. El mecanismo de la ONU REDD+ es un ejemplo de ello. Remunera a los países que reducen las emisiones vinculadas a la deforestación y la degradación de los bosques o que aumentan sus reseras de carbono mediante plantaciones.
Si bien las acciones se centraban principalmente en los países productores de madera, el interés tiende ahora a concentrar también a los consumidores, por ejemplo, con la declaración de Nueva York adoptada el 23 de septiembre de 2014 con motivo de la Cumbre de la ONU sobre el clima, cuyo objetivo es reducir a la mitad el ritmo de desaparición de bosques naturales para 2020, y trabajar para detener la pérdida de bosques naturales para 2030 (Mekouar, 2015), y el acuerdo de Ámsterdam de 2015, que reúne a siete países (Francia, Dinamarca, Alemania, Italia, Países Bajos, Noruega y Gran Bretaña), cuyo objetivo es promover una producción sostenible que no dé lugar a la deforestación. Se populariza entonces el concepto de deforestación importada que remite al impacto de la demanda para productos importados potencialmente generadores de deforestación. Muchos Estados también han abordado esta problemática de manera unilateral (compromiso de Brasil, Colombia, etc.). Las empresas y los inversores integran cada vez más esta cuestión en sus estrategias y asumen compromisos (resolución del Consumer Goods Forum [Foro de Bienes de Consumo], Manifiesto del Cerrado, etc.). Se están desarrollando certificaciones independientes para garantizar la producción con desforestación cero y reducir la “huella forestal”.
¿Podrá conducir esta responsabilidad a mejorar la sostenibilidad de las cadenas de suministro, al reducir la demanda en materias primas que presentan un riesgo de deforestación y al aumentar la demanda de productos sostenibles?
Jean Louis Yengué