Maritimidad
La noción de “maritimidad” fue inventada e impuesta en la década de 1990 a raíz del coloquio “La maritimidad de este fin del siglo XX, ¿qué significado tiene?”, organizado por los geógrafos Paul Claval, Françoise Peron y Jean Rieucau. Este neologismo designa “la variedad de formas de apropiación del mar, insistiendo en las que se inscriben en el registro de las preferencias, las imágenes, las representaciones colectivas” (Claval, Peron y Rieucau, 1996). Al cuestionar las percepciones, representaciones, subjetividades y sensibilidades que condicionan la relación de un grupo social con el mar, este nuevo concepto se encuadra en un “proceso de cuestionamiento más general de los conceptos geográficos heredados (…) que debieron abandonarse progresivamente en favor de nuevas herramientas conceptuales mejor adaptadas para captar la realidad contemporánea” (Ibíd., p. 10). La urbanización, el cambio radical en las relaciones ciudad/campo, la convulsión de la sociedad y los estilos de vida, la aceleración de la movilidad y la generalización de los intercambios han modificado la sensibilidad de las personas hacia su entorno. De este modo, el término “maritimidad” se compara con los conceptos de “ruralidad”, “urbanidad”, “insularidad”, o incluso “territorialidad”, cuya aparición concomitante refleja la estructuración, a fines del siglo XX, de una geografía cultural y social atenta a las percepciones, a los símbolos y las representaciones que estructuran las relaciones individuales o colectivas de las sociedades con su espacio (Bonnemaison, 1981). No obstante, cabe señalar que, en comparación con estos términos, la definición de maritimidad suscita menos debates debido a su difusión aún limitada.
Este término debe diferenciarse del de “maritimización”, definido en 1979 por André Vigarié, que ha adoptado varias acepciones sucesivas. En efecto, como lo señala Jean Ricaud, la maritimización evocaba originariamente no sólo las actividades humanas inducidas por el medio marítimo -en particular el desarrollo del transporte marítimo y las economías portuarias-, sino también la especificidad de las mentalidades y las prácticas de los habitantes del mar y las sociedades litorales. Así, para esta segunda acepción, el término “maritimidad” ha suplantado progresivamente al de “maritimización”, adoptando un enfoque más cultural. La noción de maritimidad se utiliza también a veces cuando se refiere a un Estado o una región para expresar “el grado de dependencia del hecho marítimo de un espacio determinado. Esta dependencia oceánica responde primero a una geografía de las necesidades exteriores del territorio involucrado” (Foulquier, 2016). E. Foulquier (2016) la distingue de la maritimización que “designa el proceso por el cual una economía adquiere diferentes instrumentos que le permiten desempeñar un papel en ese sector de actividad”. Otra ambigüedad del término reside en la delimitación de lo que abarca. De hecho, el vocablo se usa a veces para designar únicamente los vínculos que unen a las sociedades humanas con el medio marítimo, pero a veces comprende también la costa, el entorno litoral, o incluso las islas. Si bien el término litoralización se impone, el de litoralidad (relación del hombre con el litoral) se emplea más en los estudios literarios que en geografía. Por otra parte, cabe señalar que el concepto de “insularidad” fue creado en la década de 1970 por el psicólogo Abraham A. Môles y se difundió rápidamente con los trabajos de Joel Bonnemaison sobre los melanesios.
La maritimidad, como la ruralidad o la insularidad, cuestiona las relaciones socioespaciales y su contenido evolutivo en el tiempo y en el espacio. Al ser también parte de la geografía social, expresa las relaciones entre las sociedades y el mar, las diferentes formas de apropiación del mar y el grado de penetración de las influencias marítimas en la existencia cotidiana de las sociedades litorales. Una vertiente de los estudios sobre la maritimidad se centra en la “gente del mar” (Rieucau, 1989), pescadores, marineros, socorristas, fareros. El mar es más que una ocupación, “es un género de vida, la maritimidad de la época es una maritimidad exclusiva centrada en un mar nutritivo. La maritimidad se combina con el pan, el sudor, el trabajo” (Le Boulanger y Piriou, 1996). Esta maritimidad no nace de una elección, sino de una necesidad económica y de saber hacer, y se manifiesta en ritmos de vida, lugares de vida, sociabilidades, religiosidad y lugares de culto diferentes de los de tierra firme (Rochefort, 1961). En Occidente, las diversas crisis de actividades marítimas, la “desmaritimización”, la disociación espacial entre la ciudad y su puerto, y la disminución del número de “trabajadores del mar” están paradójicamente en el origen de una valoración del patrimonio marítimo, su historia y sus técnicas. Las ciudades portuarias (comerciales, militares y pesqueras) amenazadas por el declive de su actividad tradicional, afirman en su desarrollo una identidad marítima de la que la población no había sido necesariamente consciente hasta entonces: recuperación de los muelles y costaneras en mal estado, multiplicación de los encuentros de veteranos, fiestas del mar o incluso museos del patrimonio marítimo. Esta puesta en escena de un pasado a menudo idealizado y magnificado pretende dar a conocer las especificidades de la identidad de la gente del mar, legitimar la pertenencia a un territorio situándolo en una perspectiva a largo plazo, al tiempo que responde a las nuevas necesidades de una sociedad cada vez más urbana en busca de una nueva cercanía con la naturaleza. Esta “maritimidad patrimonial” responde al cruce de dos necesidades: el recurrir identitario al pasado para la “gente del mar” y el deseo de otro lugar para la “gente de las ciudades” (F. Péron, 2012).
En efecto, la sensibilidad al mar va más allá de todas las personas que viven del mar. En su libro “Le territoire du vide : L’occident et le désir du rivage” [El territorio del vacío: el Occidente y el deseo de la costa] (1988), el historiador Alain Corbin rastrea los cambios en la percepción del entorno marítimo por parte de las sociedades occidentales entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX: una percepción negativa del espacio marítimo es sustituida por un “deseo del mar”. En el siglo XVIII, la costa y las riberas son nuevos lugares de paseo y el mar se convierte en un paisaje cuya contemplación provoca una emoción estética. A. Corbin analiza la historicidad del encuentro social entre la gente del mar y la gente de la ciudad, y la construcción “de una maritimidad externa”. Si bien este gusto por la contemplación del paisaje marítimo perdura -la vista al mar de los inmuebles es una manifestación de ello-, una nueva maritimidad surge en la década de 1950. Ella es el resultado del auge del turismo masivo de playa y de nuevas prácticas que hacen del mar un medio para el ocio, el juego, las actividades deportivas y el descubrimiento. Los estudios sobre los deportes náuticos (Augustin, 1994) subrayan esta nueva ruptura en la percepción del mar en relación con la aparición de la sociedad del ocio, el culto del cuerpo y un nuevo sentimiento por la naturaleza. El mar se convierte en sinónimo de libertad, desafíos, evasión, placeres, sueños y opciones de estilo de vida. Los surfistas forman una comunidad mundializada con prácticas (rechazo de las reglas, de competencias, de espacio impuesto), un vocabulario (spot [lugar apropiado], tubo, barra), figuras míticas y santuarios (Hawai): “Hay una yuxtaposición en el hecho de estar en la ola, y el hecho de estar en otra parte. El surfista de Lacanau piensa de este modo en las imágenes de surf en Hawai y California. Está a la vez aquí y en otra parte” (Augustin, 1994). En cuanto a los navegantes, el mar es el último espacio virgen, la última frontera por conquistar.
La maritimidad es una construcción cultural y social. Cada sociedad tiene su propia sensibilidad marítima. Las representaciones dependen de los conocimientos marítimos, de los tipos de prácticas del mar y de las culturas y la perspectiva de la mirada: desde la tierra, desde el mar, pero por habitantes terrestres, desde el mar por marineros que viven en el mar o incluso por pueblos nómades de los mares como los orang laut o los bajau en Indonesia y Malasia, que viven permanentemente en el agua. Si bien en Occidente la visión del mar parte del litoral y es esencialmente terrestre y sedentaria, pues el mar es un vacío y una margen del espacio terrestre, otras culturas tienen un enfoque ante todo marítimo, lo más cerca posible del mar. De este modo, los “mapas en bastones” de Oceanía realizados para navegar sobre el Océano Pacífico atestiguan ese tropismo marítimo de los polinesios: las islas están representadas allí por pequeñas valvas y las corrientes marinas por varillas de madera (Argounés, Mohammed-Gaillard y Vacher, 2011). En Gens de Pirogues et gens de la terre [Gente de piraguas y gente de la tierra] (1996), Joel Bonnemaison muestra que, para los habitantes del archipiélago de Vanuatu, el espacio marítimo en red constituye el centro del territorio: “Cada grupo local o varea reproduce así en tierra la sociedad original que se formó para la travesía marítima, y su verdadero territorio, incluso más que el lugar real de anclaje, se confunde con la ruta seguida por la piragua”. En Indonesia, como señala Denys Lombard (1990), “estas grandes islas de hecho solo constituyen entidades para el extranjero que viene de otra parte”, porque “los mares que parecen separar también acercan; los lazos económicos y culturales se han establecido a menudo de una costa a la otra, más que entre las regiones de una misma isla”. Ante la falta de control de las extensiones terrestres, la movilidad es más fácil en el mar. Si bien la invención de la delimitación de los mares y los océanos es europea, no debe ocultar otras visiones de los océanos, otras geografías marítimas (Grataloup, 2020; Singaravélou y Argounés, 2018). Este descentramiento de la mirada occidental también está presente en las investigaciones relativas a la relación particular que mantienen las personas con alta mar, ya sean navegantes a vela (Gauge, 2014; Parrain, 2012) o incluso marinos mercantes (Baron 2013): “Ellos habitan un lugar móvil, que rompe con las referencias habituales de tiempo y espacio”. Para tener en cuenta el hecho de que el mar no se reduce a la forma de pensar el espacio terrestre, Camille Parrain (2012), luego de L. Marrou y P. Pelletier, utiliza el neologismo “merritorio”: “Empleamos el término merritorio porque el concepto de territorio no puede tener completamente el mismo significado que en la tierra debido a las características particulares del océano, la principal de las cuales es la hipermovilidad (espacio en movimiento y personas en desplazamiento).”. De este modo, ella distingue la maritimidad en alta mar de la maritimidad en un mar costero.
Las diferentes representaciones del mar, imaginarias o científicas, son también prescriptivas y condicionan las formas de apropiación de este espacio. La maritimidad contemporánea oscila entre dos enfoques difíciles de conciliar (Fau y de Tréglodé, 2018). El primero, construido a partir de un mejor conocimiento de los océanos y sus riquezas y de las nuevas posibilidades técnicas, aprehende el mar como un espacio rico en recursos por explotar (hidrocarburos marinos, energía eólica marina, nódulos polimetálicos). El segundo, en cambio, es un replanteo de esta percepción de un espacio marino infinito con recursos inagotables. La rápida degradación del ambiente marino ligada a las presiones antrópicas no sólo modifica los ecosistemas, sino que también tiene repercusiones directas en la vida humana. Se multiplican las iniciativas de protección, como la creación de Grandes Ecosistemas Marinos o de ecorregiones marinas; al centrarse únicamente en el funcionamiento de los ecosistemas marinos, su originalidad reside en un proceso de delimitación que parte del mar y no de la tierra. Este doble movimiento sitúa al mar en el centro de los análisis y las preocupaciones. La multiplicación y la complejización de las cuestiones marítimas exige un cambio de enfoque: el mar no se aprehende más como un vacío, sino como un espacio en sí mismo.
Las maritimidades son ahora plurales y frecuentemente se yuxtaponen o incluso se enfrentan. En una ciudad como Burdeos, la maritimidad tradicional y profesional, basada en el trabajo y el comercio, y la maritimidad vinculada a la recreación y el deporte se imbrican e interfieren en las representaciones y las prácticas de los bordeleses (Augustin, 1996). Así también, en las playas de Vietnam (Peyvel, 2009), las prácticas espaciales marítimas, tan distintas entre locales y occidentales, revelan diferentes percepciones y valores atribuidos al mar. Sin embargo, algunas constantes, parejas de oposición son recurrentes: mar de corte/mar de enlace, mar repulsivo/mar atractivo, mar como confinamiento/mar como libertad, mar de protección/mar de aventura, mar vacío/mar apropiado. Como contrapunto a las maritimidades plurales, ¿se asiste al surgimiento de una maritimidad mundial basada en una toma de conciencia colectiva de la vulnerabilidad del ecosistema marino?
Nathalie Fau