Desertificación
En sentido estricto, desde el punto de vista de la geografía ambiental, la desertificación se refiere al proceso de degradación de las tierras en medios áridos. Lejos de reducirse a la imagen de un “avance del desierto”, se trata de un fenómeno complejo que se desarrolla a gran escala y durante un largo período de tiempo (lo que la distingue de una sequía). La desertificación no implica tanto la aridificación del clima o la aparición de un paisaje desértico, como la acentuación de dinámicas geomorfológicas específicas de los medios áridos, la pérdida o degradación de suelos productivos (erosión eólica e hídrica) y el empobrecimiento de la cantidad, la diversidad y la calidad de la vegetación (biomasa y biodiversidad). De este modo, conduce a una esterilización de los medios y por lo tanto a una reducción de las posibilidades de explotación de los recursos naturales y de la tierra, contribuyendo a un deterioro de las condiciones de vida de las poblaciones humanas que dependen de ellos.
Para que conste, en sentido amplio y derivado de la idea original de desierto, la desertificación se refiere a veces al abandono masivo y continuo de una región por parte de los grupos humanos que la habitan, sea cual sea la causa. Desde este punto de vista, es preferible evocar el despoblamiento de una región y la desvitalización del campo o de los centros urbanos, por ejemplo, que hablar estrictamente de desertificación.
Una invención científica y política durante la época colonial en África
El término desertificación es reciente, pues sólo existe desde hace aproximadamente un siglo. Aunque la idea es más antigua, parece que Louis Lavauden, ingeniero hidráulico y forestal y más tarde zoólogo, acuñó este neologismo en una publicación de 1927, tras su participación en una de las primeras travesías motorizadas del Sahara (Gagnol, 2012). Aunque la idea de las fluctuaciones climáticas o de la transformación de las regiones otrora fértiles en desiertos es un tema de reflexión filosófica y científica tan antiguo como la geografía, resurge con fuerza y se precisa a comienzos del siglo XX, al principio en Asia central (Herbette, 1914), explorada por geógrafos rusos (Kropotkin y Woiekof en particular). En un famoso libro fuertemente influido por el determinismo climático, Ellsworth Huntington describió las pulsaciones climáticas y el desecamiento actual del Asia “interior”, teorizando sobre su impacto en la historia de la humanidad (Huntington, 1907). En el continente africano, y en particular en el Sahel, en el contexto de la colonización, la administración colonial de Aguas y Bosques estableció la desertificación como su tema favorito de observación y prescripción (Guillard, 2010; Davis, 2016). Ese cuerpo de ingenieros dio así la voz de alarma sobre el “desecamiento” de África, pero también sobre la deforestación, la sabanización, la bowalización, la laterización, la denudación, etc. (Aubréville, 1949). Para la mayoría de ellos, esta degradación de las condiciones ambientales tiene su origen en las prácticas agrosilvopastoriles de las poblaciones africanas, calificadas de arcaicas y depredadoras. La desertificación sería el resultado, en particular, de la práctica de los incendios de matorrales ligados a la agricultura de las rozas por el fuego, y de la “manía pastoril” de los nómades que multiplican sus cabezas de ganado en detrimento de la capacidad de regeneración de los recursos leñosos y herbáceos. Si bien en la primera mitad del siglo XX existe un debate (insoluble) entre los defensores de una causa natural (fluctuaciones climáticas) y los defensores del factor antropogénico (desierto provocado por el hombre), estos últimos ganaron posteriormente la discusión (Aubréville, 1949; Mainguet, 1995). Mediante una “estrategia sin arrepentimientos” antes de tiempo, aunque las causas y las modalidades del proceso de desertificación no estén documentadas con precisión, el tema ha proporcionado un argumento científico para la desposesión territorial y la “modernización” de los modos de acceso y explotación de los recursos naturales y la tierra (Gagnol, 2012; Ballouche y Taïbi, 2013; Alexandre y Mering, 2018). Además, a través de un desarrollo sostenible antes de tiempo (pero exógeno y autoritario), la desertificación ha contribuido a la toma de conciencia de la necesidad, en nombre de las generaciones futuras, de proteger mejor el ambiente frente a la aceleración de la degradación de los recursos naturales. Bajo el liderazgo de las potencias coloniales, a partir de la década de 1930 se asiste entonces a la proliferación de conferencias, comisiones y convenciones internacionales que abordaron la cuestión de la conservación de la naturaleza específicamente en África, abogando por la “clasificación” de los bosques y la creación de reservas naturales, prohibiendo el acceso a las poblaciones locales. En la práctica, la desertificación ha contribuido, por lo tanto, a descalificar las prácticas locales de explotación de los recursos y los modos de gestión colectiva del ambiente.
Un problema ambiental mundial
Tras varias décadas de eclipse relativo de la cuestión, debido principalmente a las buenas precipitaciones en el Sahel y a la creencia en la utopía moderna de romper con las limitaciones del ambiente, hay que esperar a las décadas de 1970 y 1980 y a la sucesión de grandes sequías y hambrunas en esta misma región para que la cuestión de la desertificación vuelva a estar vigente en los debates científicos, pero también en la agenda política (Thomas, Middleton, 1995). En 1977, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la Desertificación adoptó un plan de acción, mientras que en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Ambiente y el Desarrollo (CNUED) -celebrada en Río de Janeiro en 1992- se adoptó el principio de la creación de una “Convención Marco de las Naciones Unidas sobre la Lucha contra la Desertificación (CNULCD) en los países gravemente afectados por la sequía y/o la desertificación, en particular, en África”, que complementa las convenciones relativas a la preservación de la biodiversidad y la lucha contra el cambio climático. Cabe señalar dos cambios doctrinales principales. Por una parte, los principios de acción vinculados al desarrollo sostenible han puesto de relieve un enfoque integrado y concertado del ambiente, rehabilitando los usos, derechos y conocimientos de las poblaciones locales en la gestión de los recursos naturales. En términos más generales, se trata de lograr una convergencia entre las acciones de preservación de la naturaleza y el desarrollo de las comunidades locales. Por otra parte, la definición de desertificación se ha ampliado considerablemente, ya que se aplica a “la degradación de las tierras en las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas como resultado de diversos factores, entre ellos las variaciones climáticas y las actividades humanas” (CNULCD). Inicialmente destinado sobre todo al África saheliana, su campo de aplicación se ha ampliado considerablemente. Las zonas secas cubren actualmente más de 40 % de la superficie terrestre de todos los continentes y afectan a más de un tercio de la población mundial (más de dos mil millones de personas). Incluyen los medios desérticos propiamente dichos, pero también otras zonas bioclimáticas caracterizadas por la presencia de praderas, estepas y sabanas arboladas, o por la del maquis mediterráneo y el chaparral, formaciones vegetales que se encuadran en la clase “subhúmeda seca” del índice de aridez adoptado por la CNULCD [1]. Esta ampliación puede interpretarse como una respuesta a la competencia ejercida por las otras dos convenciones-marco de las Naciones Unidas sobre el Ambiente, más conocidas por el público en general y los medios de comunicación, mejor reconocidas científica e institucionalmente y más “globales”. Al integrar el mayor número posible de Estados que forman parte de la CNULCD, en particular de los denominados países desarrollados, la CLD pretende ser más visible y contar con mayor apoyo político y financiero (Jaubert, 2012). Ello refleja también un reajuste ante los fracasos de las acciones llevadas a cabo durante los dos decenios precedentes y las críticas expresadas por los científicos sobre la comprensión de los mecanismos de la desertificación, que es difusa y no puede reducirse a un frente de avance del desierto (Morel, 2006; Behnke y Mortimore, 2015). Esta ampliación de las zonas cubiertas por la Convención sitúa la degradación de las tierras en áreas secas en el centro de los problemas. Sin embargo, se corre el riesgo de diluir el tema de la desertificación (y las prioridades otorgadas al Sahel) en la cuestión mundial de la gestión sostenible del suelo. A escala subregional, para remediar el relativo olvido de las dificultades específicas del Sahel, se ha reactivado la idea y la implementación de una Gran Muralla Verde, que se extiende desde Dakar a Yibuti (Mugelé, 2018; Boetsch et al., 2019).
La desertificación en la era del Antropoceno
En un relato que resultaría casi conmovedor por su franqueza si no delatara el reciclaje de doctrinas tendenciosas derrotadas desde hace décadas, la primera página de un libro de expertos que gravitan en torno a los órganos de gobierno de la CNULD describe la vista desde la ventanilla de un avión que llega a Agadez, en el norte de Níger. Llama la atención el contraste del paisaje entre las “sombrías tierras degradadas hasta donde alcanza la vista” que sólo ofrecen “condiciones de vida hostiles” para “comunidades empobrecidas”, y el espectáculo “de la aparición repentina de una plantación de palmerales en el medio de la nada al norte de la ciudad”, donde vive una “comunidad vibrante, colorida y hospitalaria”. “Gracias a una central térmica de carbón, se perforó una estación de bombeo eléctrico, que permitió a una comunidad local cultivar una plantación que se convirtió en un nuevo oasis en medio de las tierras áridas. Las mujeres que llevan agua desde los pozos hasta los árboles reforestaron la zona utilizando técnicas sostenibles. Al hacer esto, revirtieron el proceso de degradación de la tierra y diversificaron sus fuentes de ingresos”. La puesta en escena de esta historia de éxito ejemplar se concluye en estos términos: “la convención no combate los desiertos, invierte la tendencia a la degradación de las tierras, mejora las condiciones de vida y alivia la pobreza de las zonas rurales áridas” (Johnson et al., 2006). Sin detallar el contexto social y geográfico tácito del valle del Teloua, indiquemos el razonamiento implícito contenido en esta fábula: la degradación de las tierras y la pobreza están personificadas por el nomadismo pastoril. En otras palabras, la pobreza, la vulnerabilidad, la inadaptación e incluso la responsabilidad de la desertificación están del lado del pastor nómade y, más exactamente, de la movilidad y la migración (Gagnol y Soubeyran, 2012), mientras que el bienestar material y la alegría de vivir, la resiliencia, la adaptación, la gestión sostenible de los suelos y el ambiente están del lado de la agricultura de regadío y las raíces sedentarias. La clave del éxito es una solución técnica (hidráulica), posible gracias a una fuente de energía basada en el carbono (vinculada a la explotación de uranio en Arlit), que permite intensificar la producción y conduce a la seguridad alimentaria. Se reproduce aquí la utopía ambiental de la modernidad, que consiste en poder entrar en relación aleatoria con el medio local y ofrecer soluciones estandarizadas a las poblaciones destinatarias, respetando las buenas prácticas establecidas (Berdoulay y Soubeyran, 2020).
El texto anterior tiene el mérito de poner de relieve el esfuerzo de convergencia (y de legitimación) de las cuestiones de desertificación con la lucha contra la pobreza. Un componente de “lucha contra la desertificación” está integrado hoy en los Objetivos del Desarrollo Sostenible de la ONU (objetivo 15), en los diversos planes y estrategias nacionales de los Estados, y en los diferentes programas y proyectos implementados a escala local. La inserción de estos distintos planes en los grandes lineamientos nacionales de reducción de la pobreza los asemeja a los nuevos medios de legitimación y palancas de financiación de estrategias que, para ser “sin remordimientos”, amplían y reciclan las políticas convencionales de desarrollo, diluyendo sus posibles impactos innovadores. Otra posición estratégica de la CNULCD consiste, desde la década 2000, en agrupar las acciones llevadas a cabo en el contexto de las tres convenciones-marco de las Naciones Unidas sobre el ambiente. Evidentemente, existen numerosas sinergias: luchar contra la desertificación significa preservar la biodiversidad y mitigar (con operaciones de reforestación) o evitar la emisión de gases de efecto invernadero. Sin embargo, las conexiones establecidas conducen a desdibujar las acciones emprendidas en nombre de la lucha contra la desertificación. Los Planes de Acción Nacionales de Lucha Contra la Desertificación (PAN-LCD) tienen objetivos y áreas de acción que se superponen en gran medida con los de la Adaptación al Cambio Climático (PANA), duplicando en parte las acciones llevadas a cabo y multiplicando los proyectos piloto. Para resolver el problema de cuantificar el proceso de desertificación y, por lo tanto, evaluar la eficacia de las medidas adoptadas para hacer frente a la degradación de las tierras (preservación, mitigación o restauración), la CNULCD definió en 2015 un indicador mundial, el de la Neutralidad de la Degradación de las Tierras (NDT). Se trata de “un estado en el que la cantidad y la calidad de las tierras necesarias para sustentar las funciones y los servicios de los ecosistemas y mejorar la seguridad alimentaria permanecen estables o aumentan en el marco del ecosistema y de las escalas espacial y temporal definidas”. Este indicador permite así establecer mecanismos de compensación financiera (similares a los créditos de carbono) y pagos para servicios ecosistémicos.
El marco estratégico de la CNULCD para 2018-2030 se define así: “Un futuro que evite, reduzca al mínimo e invierta la desertificación/degradación de las tierras y mitigue los efectos de la sequía, y se esfuerce por lograr neutralidad en materia de degradación de las tierras”. Tras haber sido relegada a un segundo plano, se asiste al regreso de la cuestión de la sequía, es decir, de la capacidad para superar un choque climático extremo (aridez). Así pues, la lucha contra la desertificación también se ha apoderado de la noción de resiliencia, que se ha convertido en un término maná aplicado en situaciones de incertidumbre e urgencia en muchos ámbitos, desde los efectos de una catástrofe natural, un acto terrorista (Soubeyran, 2016) o, más recientemente, de una pandemia mundial. Al intentar conciliar el largo y el corto plazo, se posibilita encuadrar el ambiente en términos de seguridad (Berdoulay y Soubeyran, 2015). Por ejemplo, en la retórica de justificación de la Gran Muralla Verde que asocia desarrollo y seguridad, sus efectos beneficiosos esperados se refieren a la estabilidad del Sahel, al evitar los desplazamientos de los “migrantes ambientales”, los conflictos por el acceso a los recursos y el recurrir al llamado de las sirenas yihadistas. Más o menos explícitamente, la lucha contra la desertificación se considera el brazo ambiental de las herramientas políticas que previenen o acompañan la acción militar del Sahel. Por ejemplo, en la retórica utilizada para justificar la Gran Muralla Verde, que vincula desarrollo y seguridad, sus efectos beneficiosos esperados se refieren a la estabilidad del Sahel, al evitar el desplazamiento de los «migrantes medioambientales», los conflictos por el acceso a los recursos y el recurso a los cantos de sirena de los yihadistas. De forma más o menos explícita, la lucha contra la desertificación se plantea como el brazo medioambiental de las herramientas políticas para prevenir o acompañar la acción militar en el Sahel.
La desertificación, fenómeno complejo y cambiante, podría aprehenderse desde diferentes ángulos sucesivos (forestal, agronómico, desarrollista, climático y de seguridad). Muestra que los medios áridos en general, y el Sahel en particular, son a la vez vulnerables y tan permeables como siempre a los mandatos internacionales. Si bien la desertificación se manifiesta según ritmos de evolución y escalas variables en la superficie del planeta, hoy se ha acentuado por el cambio climático y el aumento de la presión sobre los denominados recursos naturales. Los modelos climáticos muestran que la aridez mundial se acrecienta. A escala regional, los umbrales de irreversibilidad de la desertificación de ecosistemas podrían superarse en una superficie que abarca el 20 % del planeta de aquí a 2100, principalmente en el área mediterránea. En la era del Antropoceno, más que la trayectoria del Sahel, el caso precursor y emblemático podría ser el destino del mar de Aral, mientras que las tormentas sinópticas de arena y polvo que azotan regularmente la ciudad de Pekín, por ejemplo, podrían volverse más recurrentes e intensas y tener por lo tanto consecuencias regionales o incluso mundiales, demostrando de este modo la fuerza de propagación de los efectos de la desertificación fuera de los medios áridos que las originaron.
Laurent Gagnol
[1] Las zonas secas se refieren a las regiones donde la precipitación media anual (P), que generalmente no supera los 800 mm, es inferior a dos tercios de la evapotranspiración potencial (ETP, evaporación potencial del suelo y transpiración por las plantas), con la excepción de las regiones polares y de algunas altas montañas. Las regiones hiperáridas tienen una relación P/ETP inferior a 0,05 y están excluidas de la CNULD [Convención de las Naciones Unidas para la Lucha contra la Desertificación] (por estar ya “desertificadas”); las regiones áridas tienen una relación P/ETP situada entre 0,05 y 0,20; las regiones semiáridas, entre 0,20 y 0,50; las regiones subhúmedas secas, entre 0,50 y 0,65.