Informalidad
Desde los trabajos de Julius Herman Boeke sobre el dualismo de la economía indonesia (1953), los de W. Arthur Lewis -cuyas teorías contribuyeron a la aparición de un campo de estudio sobre la economía del desarrollo-, y con la influencia de los escritos de Clifford Geertz sobre el funcionamiento de la economía de bazar en el zoco de Sefrú en Marruecos (Geertz, 1979), la noción de informalidad tiende a caracterizar la tesis de las economías y, más ampliamente, de los espacios –situados con mayor frecuencia en los países denominados “en desarrollo”- marcados por una dualidad: al registro formalizado, instituido y reconocido por los poderes públicos, tenderían a superponerse -en determinados contextos sociales y temporales- las economías y los sistemas de relaciones independientes de los marcos reglamentarios nacionales.
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Importancia de la economía en el análisis de la informalidad
Los primeros esfuerzos por circunscribir y caracterizar este dominio de estudio amplio y difícil de delimitar se atribuyen a Keith Hart, en su trabajo sobre el sector informal y sus ingresos en Ghana (Hart, 1973). Él plantea la cuestión del vínculo entre las prácticas formales e informales en los sistemas de intercambio –particularmente económicos-, y destaca las consecuencias de la creciente racionalización de la economía, bajo el efecto de sistemas nacionales en plena adaptación a los principios del capitalismo “moderno”.
La preocupación de la esfera institucional internacional por un sector informal en rápida expansión da lugar a numerosos trabajos que tratan de caracterizar y valorar la importancia de actividades cuya organización se califica como “tradicional”. De hecho, éstas se opondrían en todos los sentidos a los principios y modos de funcionamiento “modernos”, supuestamente racionales y estandarizados. Esta focalización en la economía tiende progresivamente a desviar la atención de los sistemas relacionales que prevalecen en el funcionamiento de las sociedades estudiadas y de sus marcos políticos, dimensiones que, sin embargo, estaban presentes en los primeros trabajos sobre la informalidad. La atención progresiva por parte de las instituciones internacionales -en particular la de la Oficina Internacional del Trabajo- condujo, a principios de los años 1970, a la publicación del Informe Kenia.
En el contexto de los estudios sobre el desarrollo, en economía y más ampliamente en ciencias sociales, la noción de informalidad se utiliza con mayor frecuencia para caracterizar prácticas situadas fuera de los marcos normativos y legales, ya se trate del hábitat o de una actividad económica. En América Latina, el uso de la noción se inscribe en las teorías de la marginalidad y en el estudio de las relaciones de dominación. El sector informal, las actividades informales y, más tarde, la economía informal (De Miras, 1990) designan sobre todo la prevalencia, en las economías nacionales de los países “en desarrollo”, de prácticas fuera de campo que suscitan vivos debates en los ámbitos académico e institucional: las prácticas económicas (intercambios y transacciones comerciales), la ocupación de tierras sin título de propiedad, las conexiones ilegales de las redes de suministro de agua se atribuyen con mayor frecuencia a poblaciones que no pueden acceder a los recursos de los sistemas formales.
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Reinstaurar la informalidad en el campo social
El predominio de una interpretación económica de la informalidad tiende a restringir los debates sobre prácticas que van mucho más allá del campo exclusivo de la economía, ignorando las relaciones de poder que estructuran el ejercicio de las actividades informales. Aunque la dimensión política no ocupa un lugar central en los análisis y a menudo se ignora posteriormente, los primeros estudios abordan sin embargo la cuestión del papel decisorio del Estado en estos fenómenos (Hart, 2008). Además de establecer criterios funcionales con fines de desarrollo, estos debates pretenden definir las relaciones con las normas jurídicas y sociales y, en particular, distinguir entre lo informal y lo delictivo. Desde sus primeros escritos, K. Hart (1973) subraya que lo informal no puede reducirse a las oposiciones legal-ilegal y legítimo-ilegítimo.
En esta línea, otros investigadores se preguntaron, posteriormente, cómo se inserta el funcionamiento de la economía informal en el orden social, en términos de relaciones de dominación y clientelismo (Morice, 1991), o bien a la inversa, de estrategias de autonomía (Fontaine, Weber, 2011). En los albores del siglo XXI, los trabajos y los intercambios sobre el sector informal cobran impulso, superando el contexto de los países del Sur (Sassen, 1994; Fontaine, Weber, 2011; Peraldi, 2001 y 2007; Rosa Bonheur, 2014), tanto más cuanto que, en otros lugares, un número cada vez mayor de personas sufre de lleno la pérdida o la precarización de sus condiciones de trabajo, a menudo sin otro recurso además del empleo no declarado (Jounin, 2009; Morice y Potot, 2008; Tarrius, 1992). Por lo tanto, el análisis de la economía informal aparece fuertemente arraigado en las preocupaciones de las ciencias sociales, que debaten sobre su imbricación en un orden social determinado.
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Hacia una interpretación política de la informalidad
Ya en 1989, Alejandro Portes, Manuel Castells y Laren A. Benton habían profundizado la articulación con la esfera política, y habían subrayado hasta qué punto los procesos informales impregnan todas las estructuras sociales. Consideran lo informal como “un proceso de creación de ingresos caracterizado por un dato central (no) regulado por las instituciones de la sociedad, en un entorno legal y social en el que se regulan actividades similares”. Esta definición de las actividades económicas informales por cuestiones regulatorias da lugar, por lo tanto, a una interpretación política de lo informal.
El análisis de los vínculos entre actividades formales e informales demuestra en efecto que los límites entre lo formal y lo informal dependen de decisiones y arbitrajes políticos y de cuestiones sociales que los gobiernos deben afrontar, por ejemplo, cuando se trata de tolerar o fomentar las relaciones clientelistas para pacificar las relaciones sociales. En el ámbito de los estudios urbanos, Ananya Roy (2005) muestra hasta qué punto lo informal es una categoría eminentemente política. En su opinión, la frontera entre lo formal y lo informal es flexible en el tiempo y el espacio. Es objeto de impugnaciones, de decisiones políticas, e incluso de la arbitrariedad del Estado. En este sentido, la dimensión política de la informalidad no puede reducirse únicamente a las prácticas de los habitantes más pobres de las ciudades.
Insistir en la importancia de una lectura política de la informalidad permite evitar limitarse al ámbito exclusivo de la economía, para considerar el estudio de los sistemas de relaciones que contribuyen a la producción de normas sociales. Esta perspectiva posibilita así captar “las formas, prácticas, actividades, expresiones que, por carecer de reconocimiento y legitimidad por parte de los prescriptores y los agentes más influyentes del campo, son “rechazadas” fuera de éste, aunque participen, plena o incidentalmente, en su constitución” (Le Gall, Offerlé y Ploux, 2012, p.16).
Dicha perspectiva permite ampliar la lente de estudio de lo informal. Conduce a analizar los procesos políticos desde otro ángulo de enfoque, en contextos que no se limitan únicamente a considerar fenómenos oficiales y visibles (sistemas participativos, descentralización, modos de gobierno establecidos), sin tener en cuenta su permeabilidad a prácticas subyacentes y más implícitas como la corrupción, el clientelismo o los acuerdos informales. Esta acepción de la noción de informalidad proporciona así un punto de entrada para identificar los usos políticos que están fuera o que eluden las prácticas oficiales del poder, y para examinar su inserción no sólo en las políticas, sino también en la forma de producir el espacio.
Desde entonces, esta forma de abordar la informalidad implica una investigación sobre los poderes, en su diversidad, a través de sus prácticas, articulaciones, modos de visibilidad y registros de legitimación. El objetivo no es oponer una esfera jurídica dominante a sujetos marcados por prácticas políticas informales, un “arriba” a un “abajo”. Se trata más bien de analizar las modalidades de construcción de espacios políticos, tanto en los márgenes de la intervención pública, como en la práctica cotidiana de los gobiernos.
Finalmente, la informalidad crea configuraciones espaciales específicas, ya sea en función de los espacios donde se despliegan las prácticas informales o en términos de las escalas donde se revelan. De este modo, el estudio de las disposiciones conduce a una nueva lectura de las cuestiones de la producción del espacio, al considerarse una multitud de poderes y sus expresiones espaciales, a menudo analizadas de manera aislada. Si bien la noción se toma frecuentemente desde un enfoque sectorial (el sector informal) o espacial (en una dicotomía ciudad formal-informal), Colin McFarlane (2012) propone una “conceptualización alternativa” centrada en las propias prácticas. Este cambio permite, por un lado, problematizar aún más las superposiciones entre lo formal y lo informal y, por otro, volver a la dimensión relacional y situada de la distinción entre estas dos nociones. Las prácticas informales muestran así una superposición, a veces incluso una interpenetración, entre lógicas formales e informales.
Tales superposiciones entre prácticas formales e informales en el control del espacio ponen de relieve una diversidad de poderes y organismos reguladores. En esta configuración, la informalidad no sólo aparece como consecuencia de un orden legal. Más fundamentalmente, se ponen en juego las reglas y normas que producen territorialidades y órdenes legales o legítimos localizados (Melé, 2009). La informalidad es política, en algunos casos, por su relación con el Estado de derecho, tanto en su oposición a lo legal, como en las tolerancias y justificaciones a las que puede estar sujeta (Maccaglia, 2014). También aparece como política por su capacidad de producir nuevas normas -algunas veces ratificadas a posteriori-, o de subvertir un orden jurídico. En este sentido, el estudio de la informalidad política participa igualmente de una lectura renovada de la relación entre el derecho y las ciencias sociales que va más allá de los enfoques externalistas e internalistas del derecho (Maccaglia, Morelle, 2013; Calafat, Fossier, Thévenin, 2014).
Frente a estos límites cambiantes entre lo formal y lo informal, tanto las autoridades como los residentes reafirman ciertas reglas, refiriéndose a lo legal como arbitraje en nombre de su propio interés. Según esta perspectiva, la informalidad política puede verse a su vez desde la norma o desde adentro, desde la institución o desde las prácticas de los propios habitantes. Por lo tanto, puede cuestionarse a través del prisma de la legalidad (la norma existente), la legitimidad, la moralidad (en el sentido de las economías morales) o la utilidad.
Los límites establecidos entre lo formal y lo informal quedan así cuestionados por un cambio de mirada que se centra en la perspectiva de los actores y los recursos que movilizan para controlar o influir en la definición de lo que es legítimo y legal. Los actores pueden justificar estas prácticas en nombre de otra forma de legitimidad, en contradicción con un orden legal aparente, en nombre de normas morales en competencia. Pueden dirigirse o remitir a un imperativo de supervivencia de las poblaciones precarias, a una salida de una situación inextricable que solamente las prácticas informales pueden resolver, en una lógica de microempoderamiento (Bayat, 2010).
El estudio de la informalidad política permite así una lectura más amplia del ejercicio del poder y las relaciones sociopolíticas. Las prácticas políticas informales influyen también en el control de los territorios, sus usos concretos y su producción, lejos de las concepciones institucionales de la planificación urbana, ya discutidas en la década de 1970 por algunos geógrafos, en África, por ejemplo (Piermay, 1986; Vernière, 1973). Dichas prácticas se basan en acuerdos entre individuos en situaciones concretas, más o menos permanentes. El arreglo con la regla o la norma se convierte en un elemento central para comprender la dinámica de poder en un espacio determinado.
Nicolas Bautès y el Colectivo INVERSES